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Alegría flamenca, pero sin burbuja

Esta mujer vive en el adobo del arte. Teatro, música, escultura... El duende anda por ahí

Alegría Suárez, en el local que acaba de abrir en Gràcia. Tras ella, la obra de Lluís Ventós.

Alegría Suárez, en el local que acaba de abrir en Gràcia. Tras ella, la obra de Lluís Ventós.

ELOY CARRASCO

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Será que no hay calles en Barcelona. En el número 26 de la de Pere Serafí acaba de abrir una escuela de flamenco, y hay otra desde hace años en el número 27. Eso quiere decir justo enfrente. No significa, sin embargo, que estemos asistiendo a una burbuja del arte de los faralaes, el zapateao y el jondo en Gràcia, en el barrio donde nació El Pescaílla, el pope de la rumba catalana y también un bastión del flamenco. «Pura casualidad», afirma Alegría Suárez. «Casualidad total», coincide Gloria Belén. Dos generaciones del género frente a frente, nunca mejor dicho, en pos de una afición que no es precisamente desbordante en la ciudad (aunque lo fue en tiempos). Hay buen rollo entre ellas, cada una a lo suyo, que Dios reparta suerte.

Alegría Suárez tiene el nervio subido. Se nota que estrena local. Huele a pintura y todo resplandece, desde el jardincito hasta la cava. Nacida en Badajoz hace 38 años -los nueve últimos, en Catalunya-, es madre de María (6) y Omar (2), y entre otros muchos lugares ha trabajado como profesora en Flamenco Barcelona, también en Gràcia, en la cercana calle del Progrès (abundando así en la leyenda del boom en el barrio). Ahora ha decidido echarse al frente con una propuesta que incluye, además de baile, tertulias y otros ganchos para aprender este arte, sentir el famoso pellizco y apreciar el no menos célebre duende, «el talento de cada uno, eso que se ve enseguida en quien lo tiene». El mecenazgo de su amiga Amparo, insiste en recalcar Alegría, ha sido fundamental para este brote verde.

El tablao de Chiquito

El caso es dotar al flamenco de un calado del que probablemente carece en los tablaos que proliferan para acríticos públicos turísticos, pese a la dignidad de los profesionales que en ellos se ganan las habichuelas.  A los japoneses, por ejemplo, siempre les ha gustado mucho, ya es un tópico. «Yo estuve en Tokio seis meses, en el mismo tablao que Chiquito de la Calzada», explica esta mujer que creció y vive en el adobo del arte.

Su padre es el director teatral Francisco Suárez, que estuvo al frente del Festival de Mérida hasta que tropezó con los politiqueos de la Junta y «empezó a ver cosas raras». «Con la fama que tenemos, yo le decía que encima que era el único gitano que no roba...», ironiza; sus dos hermanos son músicos y está casada con el actor Damià Plensa, un apellido que conduce a su suegro, el escultor barcelonés Jaume Plensa, quien de tantos premios como tiene, dice la nuera con sorna, «ya solo falta que le toque el de la tapa de los yogures». Y al entrar en su nuevo templo se topa uno con una composición de fragmentos de guitarras colgada en la pared, un regalo de otro escultor y amigo, Lluís Ventós. Si en este sitio  no hay duende es que no existen.

Además, se decía al principio, justo enfrente está doña Gloria Belén, veterana de los tacones. Alpujarreña de Almería, trasplantada a Santa Coloma de Gramenet desde muy niña, lleva tres décadas en Gràcia sembrando el purismo. Los gitanos vecinos que iban a su escuela le pedían bulerías. «Pero eso no es lo mío, yo les decía que no, que lo mío es el flamenco clásico». La crisis, asegura, le ha dado un arrechucho al negocio, y a lo mejor el procés otro poco. «A los jóvenes de aquí no les gusta el flamenco». Quizá lo identifican con la esencia de lo españolazo, intuye, y ahí discrepa Alegría, que sin embargo admite que la charca del flamenco es muy cerrada en Barcelona.

Ella es autodidacta, escapa de los clichés («soy gitana pero jamás me he puesto un traje de lunares») y con el buen humor que parece inherente a su nombre de pila proclama su frustración como cantaora. «La familia no me deja cantar. ¡Dicen que tengo un oído enfrente del otro!». Quienes se animen a bailar, avisa, «se pueden defender tras un año de prácticas». Llegar a ser un Joaquín Cortés o una Lola Greco ya es otra cosa. Para eso, valga la paradoja, hará falta un duende gigantesco.