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Catalunya-Espanya: Ya nadie se fía de nadie

Mariano Rajoy y Carles Puigdemont se saludan antes de su reunión en la Moncloa en el mes de abril del 2016.

Mariano Rajoy y Carles Puigdemont se saludan antes de su reunión en la Moncloa en el mes de abril del 2016. / DAVID CASTRO

Jesús Pichel

El artículo 149.1.32 de la Constitución establece que la autorización para la convocatoria de consultas populares es competencia exclusiva del Estado. De ahí que en el artículo 92.1 y 92.2 se especifique que "Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos" y que "el referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados", implicando así tanto al poder legislativo como al ejecutivo -y al Jefe del Estado-.

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En el texto constitucional se habla de dos tipos de referéndum: los consultivos -para esas decisiones políticas trascendentes- y los de ratificación de la Constitución, de las reformas constitucionales y de los Estatutos de Autonomía.

Nada pues, prohíbe que en Catalunya, como en cualquier otra Comunidad, se convoque un referéndum perfectamente legal. Bastaría con cumplir los requisitos: autorización del Congreso de los Diputados, propuesta del presidente del Gobierno y convocatoria firmada por el Jefe del Estado. El referéndum ilegal inevitablemente lleva al enfrentamiento institucional.

Que la decisión política sobre el estatus de Catalunya es de especial trascendencia -tanto para Catalunya como para todo el Estado- es evidente y, por ello mismo, cae dentro de lo previsto en el artículo 92. Y, sin embargo, parece que no es posible la solución del conflicto institucional, no solo porque el referéndum solo podría ser consultivo -salvo que fuese para ratificar una reforma del Estatut-, sino porque ni los secesionistas ni el Estado pueden renunciar a sus principios básicos: en un caso, que Catalunya sea un Estado soberano e independiente; en el otro, que la Constitución obliga a todos los poderes del Estado a mantener la unidad y la indivisibilidad de España.

La solución política al conflicto pasaría por un pacto para volver a la casilla de salida y elaborar un nuevo Estatut, similar al de 2005. Pero nadie se fía de nadie.

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