Los que empujan el carro

Un cuento de Navidad con el mercadillo dominical de Sant Antoni como protagonista

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JAVIER PÉREZ ANDÚJAR / BARCELONA

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Las paradas de libros del mercado de Sant Antoni eran todas juntas como un animal vivo. La criatura más fascinante, imprevisible y, dentro de su especie, la más antigua de Barcelona o acaso del planeta. Un ser libre, acosado ahora por el más ladino de los cazadores: la reforma urbana. La misma que, como siempre, una vez hubiera cobrado y despedazado su pieza, despreciaría la carne muerta y comerciaría con la piel arrancada en forma de postales conmemorativas, de libros con muchas fotos en blanco y negro, de reproducciones 'vintage', y exhibiría su cabeza disecada en el lugar más visible a modo de sádico homenaje. Pero todavía ese animal que era el mercadillo luchaba por escapar... Barajando semejantes ideas se había levantado aquel domingo el señor Jaume Corberó, vecino del Bon Pastor y escritor de novelas retirado. La inmensa mayoría de ellas, tal vez unas doscientas, firmadas con el seudónimo de James Corby; la inmensa mayoría de ellas, publicadas en la colección Safari ('Los tigres tienen hambre', 'Infierno de marfil', 'El guardián entre el centollo'... ); la inmensa mayoría de ellas, emergiendo ahora en Sant Antoni como pecios, como restos de un antiguo naufragio entre precipicios de libros, farallones de tinta. Al señor Corberó, cuando se conocía su apellido, siempre le preguntaban si estaba relacionado con el famoso fabricante de cocinas, y él encogía sus anchos hombros y respondía invariablemente que pudiera tratarse de otra rama familiar, pero que ambos eran... desde luego Corberó. 

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Ya se imaginaba el señor Jaume Corberó que ese domingo no se habrían instalado todas las paradas; pero como le habían dicho que aun y todo siendo el día de Navidad también abrirían, madrugó relativamente, se afeitó despacio con aprensión de cortarse, se masajeó con Floïd Vigoroso, contempló en el espejo su orondo rostro con el compañerismo de los solitarios, se guardó doblada en un bolsillo del chaquetón de cuero una bolsa del súper y salió a ver libros. Libros usados que llegan de nuevo como si volviera un amigo de antaño, la amistad es un pájaro migratorio. Libros leídos por ojos desconocidos, pasadas sus páginas por manos que nunca van a tocarse. Libros que han sido llevados en otros bolsillos, dormidos en otras camas, leídos en otras sillas. Pero son nuestros, nos pertenecen de un modo privado porque ya han sido humanos. Nada más interminablemente humano que el inmenso mar de libros revueltos de Sant Antoni. Tempestad de vidas y de biografías. A lo que el señor Jaume Corberó iba los domingos al mercado de Sant Antoni era a vivir. Las palabras son lo más parecido que tenemos a la vida, porque son lo más inmortal que hemos creado.

'EL MAESTRO DEL JUICIO FINAL'

En la parada de un librero gordo que nunca hablaba, el señor Jaume Corberó sintió curiosidad por 'El maestro del Juicio Final', una novela de miedo y misterio de Leo Perutz, autor que ahora estaba volviendo por la puerta grande a ponerse de moda, y la pescó con sus dedos consumidos y todavía rápidos. Se puso las gafas de vista cansada para leer lo que decía en la solapa. No admitía que se le hubiese fatigado con tanto como le quedaba por ver. Porque no era gran cosa lo que habían contemplado sus ojos, salvo la torre de Londres y la sede de Scotland Yard durante un corto viaje hacía más de medio siglo, todo el cine del mundo, eso sí, y los miles de folios que entraron por el carro de su máquina de escribir. Pero estos venían siempre en blanco. 

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Para el señor Corberó, lo más auténtico, lo más genuino del mercadillo, eran los carros donde traían y llevaban los libros. Cabía dentro de cada uno una parada entera; bien calculado, unos 500 o 600 kilos de papel. Eran muebles de museo, antiguos y maravillosos, ahora con la madera carcomida y el hierro viejo, veteados con remiendos de otras maderas como la chaqueta de un vagabundo. Pero es que leer es lo más vagabundo. Acaso les hiciese falta una restauración, algún cuidado para que no se echasen a perder irremediablemente. En realidad se había perdido un montón, encima se trataba de los más antiguos, cuando los libreros fueron exiliados a una carpa en la cercana calle Urgell al empezar las obras del mercado. Los comerciantes que, por vejez o cansancio, renunciaron a proseguir con las paradas fuera del recinto se desprendieron de ellos, y acabaron destruidos a hachazos porque ya no hacían falta. Ahora quedaban apenas sesenta carros, que entre semana se guardaban en los almacenes de la calle Borrell y del pasaje de Sant Antoni abad. Algunos modelos estaban inspirados en un tipo de carro popular en Alemania. El señor Corberó recordó cuando su madre le advertía que, si no estudiaba, el día de mañana sería un 'camàlic', uno de esos que empujan carros, y pensó que quizá no debió de esforzarse lo suficiente pues se había pasado la vida empujando el carro de la máquina de escribir. Pero tampoco se arrepentía de no haber servido más que para los libros. Con ellos el mundo era mejor.