Opinión | Agua corriente

Emma Riverola

Emma Riverola

Escritora

El aire huele a encierro

Esta semana, la escritora Emma Riverola se pone en la piel de una farmacéutica con el pasado aún pegado a su piel

Un cliente en una farmacia.

Un cliente en una farmacia. / El Periódico

Ya pronto la sacarán, seguro. Se lo dice a ella misma, para darse ánimos. Lo ha leído en el diario: se está reclamando el fin de la mascarilla obligatoria en hospitales, geriátricos y farmacias. Ella lleva más de tres años enmascarada. Ahora es diferente, cierto. Sale de la farmacia y la guarda en el bolso hasta el día siguiente. Pero aún son muchas horas. Y, sobre todo, esa sensación de continuidad. Con los días negros aún pegados al rostro. 

Es curioso. Cuando empezó todo, cuando la sensación de irrealidad se adueñó de los días, cuando ella caminaba por calles desiertas, observada desde las ventanas, parecía que nunca nada iba a ser igual. Que la ciencia ficción se había adueñado de la cotidianidad para siempre. Las reuniones familiares, las cenas con los amigos, las copas en los bares, los abrazos… todo desterrado al álbum de la nostalgia. Inmersos en una distopia inesperada. 

Esos días en los que los animales se envalentonaron sobre el asfalto. Y por allí bajaba un jabalí y por allá algunas aves abandonaban las sierras y se adentraban en terrenos extrañamente abandonados. Solo el ulular de las sirenas rompía el silencio. El grito persistente y constante de una salvaje batalla entre la vida y la muerte. 

Pacto con la desgracia

Hasta entonces, ella se preguntaba cómo se soportaban las grandes tragedias. Cómo se sobrellevaba una guerra o un terremoto o una plaga bíblica. Durante aquellos meses terribles, lo supo. Se aguantan sin hacerlo. No son las manos ni la voluntad las que soportan el peso. Es un pacto con la desgracia. Es un dejarla pasar, mirarla de reojo, dejar que ocupe estancias, pero que no se haga dueña de toda la morada. Es un coger aire y seguir. Caminar porque parar es caer en un pozo con hambre.

Durante los días negros, los ojos eran algo más que ventanas, eran el alma entera. Podía leerlas en esos rostros esbozados que se acercaban al mostrador. Mantengan la distancia marcada, por favor. Había miedo, claro. Incomodidad. Estupefacción. Tristeza. Lo peor era lo que se callaba. Aquella clienta de tantos años que dejó de comprar las medicinas de su marido. Aquel otro que se acercó un día un poco mareado y ya nunca regresó. Y esas preguntas para las que no tenía respuesta: ¿Cuándo acabará esto? ¿Acabará? 

Después estaban los otros, los que acudían varias veces a la semana. Un día, ibuprofeno. Otro, paracetamol. Que si suero nasal. Que si una crema para las manos. Que si unos caramelitos para la garganta. Y a algunos los regañaba, que no salga tanto de casa, que el confinamiento… Pero a otros, a los que veía más inquietos, a los que intuía que estaban a punto de estallar, les seguía la corriente. Porque sabía que esa visita era la única medicina que necesitaban. 

Y también había humor, claro. La risa como arma, como escudo, como chaleco salvavidas. Porque cuando nada está en las manos propias, queda la carcajada o, al menos, la sonrisa. La más íntima e irreductible forma de mantener la cordura en medio de la locura. 

Recuerdos pandémicos

Ya falta poco, se dice a sí misma. Más de tres años. El otro día leyó en algún lado que es posible que los recuerdos pandémicos terminen por borrarse. Que aquellos que no sufrieron la pérdida de un ser querido o una merma propia, acabarán expulsando esos días de la memoria. Nuestro cerebro convertido en un ordenador que deshecha la información que ya no necesita. ¡Y mira que llegamos a almacenar! Información, consejos, indignación, engaños, embelesos… 

La receta infalible para elaborar pan casero. Los mejores bizcochos. Los epidemiólogos convertidos en estrellas de rock. El ejército en las calles ¡Invasores! El horror las residencias. ¡Que venga el ejército! Vídeos para mantenerse en forma. Cursos de mil cosas. Los artistas que no cobran y encima nos hacen los días más fáciles. Y los antivacunas. Y que si la lejía. Y… 

Ya llega al trabajo. Hoy le toca abrir a ella y ya hay un par de personas esperando. Sube la persiana, se coloca la mascarilla. De nuevo, el aire huele a encierro. Un suspiro. Ya falta poco, se repite.

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