crónicas bestiales

Hitler y los abejorros

Dave Goulson, tras una infancia entre escalpelos, vuelca en un libro todo su saber sobre un insecto que la ciencia aerodinámica dice que no puede volar... y lo hace

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barcelona/crocus + Bombus terrestris b Haringsma.jpg / Pieter Haringsma

Carles Cols

Carles Cols

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Dave Goulson (Shropshire, Inglaterra, 1965) no fue solo un ávido lector durante su infancia de la trilogía que Gerald Durrell escribió de sus recuerdos de Corfú sobre su familia y otros animales, sino que cuando tenía solo nueve años convenció a sus abuelos de que el mejor regalo que podían hacerle era un equipo completo de disección, con escalpelos, sondas de punta fina y tijeras para trabajos de gran precisión. También venía en la caja una preciosa lupa cromada. Tal vez la crónica más oportuna vistos estos antecedentes biográficos sería la que explicara quiénes eran aquellos insensatos abuelos, pero la de Goulson tampoco está mal. Se ha convertido, por lo que parece, en el mayor experto mundial en abejorros, un himenóptero que, como sugiere el título, tuvo sus más y sus menos con Adolf Hitler, pero incluso eso no es nada comparado con el resto de cosas que se pueden contar de este rechoncho insecto.

Son regicidas, necrófilos, incestuosos, esclavistas, zoófilos, caníbales, promiscuos y, por lo que parece, hasta les huelen los pies. En su descargo toca adelantar ya que son unos bonachones al lado de las abejas y avispas (solo pican las hembras y cuando no hay más remedio) y que nadie poliniza mejor que ellos los tomates, que hasta saben más sabrosos cuando han participado en su cultivo.

La editorial Capitán Swing ha tenido la espléndida idea de publicar ‘Una historia con aguijón’, una obra en la que, con esa fina capa de barniz de humor que caracteriza a tantos naturalistas ingleses, Goulson vuelca todo su saber sobre los ‘Bombus ruderatus’, Bombus hortorum’, ‘Bombus pratorum’…, o sea, sobre un par de decenas de las 250 especies de este insecto que habitan la Tierra, pero con especial empeño lo ha hecho sobre los abejorros de pelo corto, que hasta la Segunda Guerra Mundial eran casi un símbolo de las campiñas británicas y que hoy hay que ir para verlos a las antípodas, a Nueva Zelanda, donde no los había antes de 1870.

Por ir despejando incógnitas, primero toca la de los nazis. La culpa fue de los U-Boot de la Kriegsmarine hitleriana, los submarinos que aterrorizaron a los capitanes de transporte de mercancías transatlánticas durante la Segunda Guerra Mundial. No solo interrumpieron la línea de suministros de material bélico con destino al Reino Unido, sino que además amenazaron con una hambruna en las islas británicas si no se tomaban medidas de emergencia. Eso fue a costa de los abejorros. Se alteró el sistema de rotación en los cultivos, de modo que se eliminaron las tierras dedicadas al trébol rojo, el edén en la Tierra para los abejorros, a favor de productos de consumo humano. El racionamiento con cartillas se mantuvo en el Reino Unido hasta 1954, pero, en una decisión medioambientalmente terrible, las subvenciones que primaban esa agricultura de guerra perduraron hasta 1990.     

Las autoridades británicas no supieron leer entre las líneas de la historia botánica pasada. En 1870, Nueva Zelanda echó cuentas de cuánto le costaba cada año comprar semillas del trébol rojo con el que alimentaba a su potente sector ganadero. Comprendió que todo se reducía a la ausencia de un agente polinizador, el abejorro, así que organizó el traslado de un minúsculo pero valiosísimo cargamento de varias reinas en barco, una misión fallida en el primer intento (llegaron todas muertas), pero que exitosa en la segunda tentativa. Fue así como los abejorros pasaron a ser testimoniales en Inglaterra y comunes en la otra punta del mundo.

Dave Goulson, profesor de biología en la Universidad de Sussex, profundo experto en abejorros y, también, hombre de una infancia como poco atípica.

Dave Goulson, profesor de biología en la Universidad de Sussex, profundo experto en abejorros y, también, hombre de una infancia como poco atípica. / Capitán Swing

La cuestión, antes de ir a los detalles más escabrosos prometidos en el primer párrafo, es trazar literalmente un perfil de qué es un abejorro. Con un nulo respeto a Linneo, quede esto claro, es una abeja gorda, lo cual trae al caso el cartel que, al parecer, sigue colgado en una de las áreas de trabajo de la NASA, en concreto el departamento dedicado a diseñar el aspecto que deben tener las naves espaciales en un entorno carente de atmósfera. No hay, ni siquiera en el campo de de la ciencia ficción cinematográfica, dos naves aeroespaciales iguales, y a eso da respuesta, en cierto modo, aquel cartel. “El cuerpo de las abejas no está aerodinámicamente hecho para volar, pero las abejas, por suerte, eso no lo saben”.

Pues lo mismo y con mayor peso puede decirse de los abejorros y su cuerpo de satélite Sputnik, y en eso Goulson se recrea en uno de los capítulos del libro para explicar cómo ha habido incluso estudios serios, con sus ecuaciones y análisis de física, para demostrar esa imposibilidad de que tales insectos vuelen. No solo lo hacen, sino que además vienen dotados con una suerte de GPS similar al de las palomas mensajeras. El autor y otros investigadores, todo hay que decirlo, han experimentado con ellos. Una de las maneras menos crueles ha consistido en alejarlos del nido dentro probetas y certificar así su capacidad de volver a casa tras descubrirse en un entorno inesperado. El más listo de la clase supo encontrar el camino a pesar de estar a más de 10 kilómetros del punto de partida. Cómo lo consiguió es en verdad indescifrable. El conocimiento de este insecto avanza despacio y, en ocasiones, por vías inesperadas. Que a los abejorros les huelen los pies es una conclusión que el autor, profesor de biología en la Universidad de Sussex, proclama ante la evidencia de que basta que un abejorro se pose en una flor para que otros miembros de la especie sepan que ya ha sido hollada e, incluso, si es una interesante productora de néctar.

Todo lo dicho hasta aquí, sin embargo, no son más que los preliminares, nunca tan bien dicho, de lo que tal vez ha invitado a la lectura de esta recensión bibliográfica, vamos, dicho a la brava, la perturbada (desde el punto vista de la moral humana) vida sexual de los ‘Bombus’. Es shakespeariano. Con una proporción de siete machos por reina llegado el momento de la cópula, seis estarán condenados al celibato y el séptimo es muy probable que jamás conozcan a su prole, porque las hembras ponedoras guardan el esperma durante meses y solo lo usarán para fecundar los huevos cuando llegue el momento, probablemente cuando el padre críe malvas.

Ellos tampoco se quedan cortos. Su instinto procreador es insaciable y, en uno de esos experimentos que Goulson menciona, aún a riesgo de que la protectora de los abejorros se le eche encima, asegura haber visto a machos copular con hembras decapitadas, lo cual no queda muy claro qué demuestra, salvo que el sexo parece ser una ley tan inapelable como la de la gravedad.

Dave Goulson, en plena captura de ejemplares, a saber con qué propósito.

Dave Goulson, en plena captura de ejemplares, a saber con qué propósito. / Capitán Swing

Hay una especie de reina endémica de Japón que se aparea con machos de otras especies, con lo cual se condena sin saberlo, por su afán fornicador, a no tener jamás descendencia por pura incompatibilidad genética, motor último de la vida en el reino animal, algo que otro subgénero de este insecto, el ‘Bombus psithyrus’, resuelve de una manera infame. Acecha un nido, lo invade y, en caso de éxito, mata a la reina, que es de otra especie, y mediante feromonas o simplemente bajo amenazas esclaviza a las obreras del nido y las obliga a alimentarla a ella y a sus crías. Poco menos que BDSM en el nido.

Lo que Goulson siente por los abejorros, con todo, no es morbo, sino admiración. “El sexo siempre ha sido difícil para las plantas”, dice. Y esa es, a fin de cuentas, la más crucial cuestión, la importancia de los insectos polinizadores no solo para garantizar el equilibrio de la biodiversidad, sino también, en un aspecto muy poco conocido, su trascendental papel a la hora de convertir a España en una potencia en la exportación de tomates. Por 50 euros es posible contratar los servicios de una colmena de unos 80 individuos, capaces de polinizar grata e incansablemente las flores del ‘Solanum lycopersicum’, o sea, el tomate, una labor que antaño realizaban a mano los agricultores, con mucha menos pericia, con una técnica que aún se lleva a cabo en Australia, uno de los pocos países del mundo que intenta mantener cerradas sus fronteras a los abejorros.

Mucho más, por supuesto, en ‘Una historia con aguijón’, de Dave Goulson, por gentileza de Capitán Swing.

(Por si han tenido la amabilidad de llegar hasta aquí, en infinito agradecimiento, este texto tiene una bola extra, un divertimento, como verán)

Charles Darwin dedicó su tiempo también al estudio al abejorro y, en consecuencia, este ocupa un lugar en su relato de ‘El origen de las especies’. Observó que los nidos de abejas y abejorros eran más abundantes cerca de los núcleos urbanos que no en plena campiña, algo en principio inexplicable, pero razonó que la causa era que los gatos domésticos controlaban la población de ratones, depredadores de los nidos de esos insectos. La presencia de gatos, exclamó Darwin, propicia la abundancia de determinadas flores, como la del trébolrojo.

Lo gracioso es cómo su gran amigo Thomas Henry Huxley, conocido como el ‘Bulldog de Darwin’ por la vehemencia con la que defendía la teoría de la evolución, llevó esa deducción a otros campos, en broma, pero estructuralmente en serio. Que Huxley era un tuitero ‘avant la lettre’ ya lo había demostrado en aquella ocasión en la que, en 1860, se enfrentó en un debate público al cerril obispo Samuel Wilberforce a cuenta de lo que Darwin había puestos sobre la mesa. Wilberforce, falto de conocimientos científicos, le espetó a Huxley si su antepasado simio era por parte de padre o de madre. Al parecer, este no se arrugó y respondió que prefería descender de un mono que de alguien que dilapida su talento intelectual en poner obstáculos al conocimiento científico.

La cuestión es que Huxley era, por lo que parece, amigo de Darwin y también de la broma. Cogió su argumento del trébol rojo, los ratones y los gatos y lo elevó a la enésima potencia cuando afirmó que el gran poder de la Armada británica era un mérito de las solteronas inglesas. ¿Por qué? Porque tienen por costumbre tener gatos, que se comen los ratones, que se comen los abejorros, que son los que polinizan el trébol, que sirve de alimento para el ganado, indispensable para producir el rosbif en salazón, que como todo el mundo aceptaba entonces, era la razón última de la eficacia de la Armada.