Prueba del nueve al covid

Hasta Drácula lleva máscara en el Tibidabo

El parque de atracciones de Barcelona burla los contagios desde que reabrió en mayo con un 50% de aforo y, desde este fin de semana, con su iniciático hotel en funcionamiento

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A1-116900081.jpg / JORDI OTIX

Carles Cols

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Sin novedades pandémicas en el Tibidabo, el lugar más aireado de Barcelona, que aunque solo son 500 metros de altura sobre el nivel del mar tiene una calle dedicada nada menos que a Edmund Hillary y otra, que hace esquina, a Tenzing Norgay. El parque de atracciones reabrió sus puertas el pasado 15 de mayo, primero con un 30% de su aforo máximo permitido. Ahora, visto que aquello no es el paseo del Born, visto que con tal de montarse en las atracciones los niños respetan las normas sanitarias y visto que no ha habido ningún brote de covid entre los trabajadores desde que reabrió el recinto, el porcentaje, con la bendición de las autoridades sanitarias, ha subido al 50%. Eso son solo cifras. Zzzzz… Hay que ir a los detalles. En una ciudad acostumbrada a medir su pulso cardíaco en función de la ocupación de sus hoteles, tal vez lo más interesante sea entonces subrayar que desde este fin de semana vuelve a recibir clientes el Krüeger.

La poco conocida calle de Edmund Hillary, que confluye con la de Tenzing Norgay, en el Tibidabo, techo de Barcelona.

La poco conocida calle de Edmund Hillary, que confluye con la de Tenzing Norgay, en el Tibidabo, techo de Barcelona. / Carles Cols

El personal, o sea, los monstruos, lleva mascarillas. Homologadas y, a la par, personalizadas, pues Drácula, indiscutible epítome del contagio en la literatura fantástica, daría risa con una mascarilla quirúrgica y no digamos ya con una FFP2 con válvula de exhalación. La dirección de parque, a la petición de si sería posible retratar cómo lucen el vampiro, la niña poseía, el loco de la sierra mecánica o Frankenstein caracterizados para dar miedo pero también para no pasar los virus ha dicho que ni hablar, lo cual tiene su lógica, pues el Hotel Krüeger tiene algo de iniciático para los adolescentes. Preservar el secreto parece que es algo crucial. Los más pequeños siempre visitan el parque con la duda de cuándo será el día en que se atreverán a cruzar el vestíbulo de esta instalación, un día, según se mire, muy curioso, porque de repente ingresan en un lugar dominado, por decirlo como se habla ahora, por la cultura ‘boomer’, es decir iconos del terror que los niños de ahora conocen poco o nada y que, sin embargo, funcionan.

La vagoneta de la montaña rusa, con todos sus pasajeros enmascarillados.

La vagoneta de la montaña rusa, con todos sus pasajeros enmascarillados. / JORDI OTIX

Explica Bruno Querol, al timón del parque, que desde el 15 de mayo no ha habido sustos que lamentar. El Tibidabo puede que sea una constatación científica más de que el virus, si es al aire libre y con sus potenciales víctimas prudencialmente a distancia unas de otras, pelea con una cadena de ácido ribonucleico atada a la espalda. A vista de pájaro, en este sentido, el pavimento del Tibidabo es estos días un inmenso tapiz de lunares, donde cada mancha señala el lugar en el que situarse para preservar la salud. Hay espacios a cubierto, por supuesto, como el Marionetarium, también reabierto, pero son los menos.

Las colas son, solo a veces, el problema. Tienden a comprimirse. Sucede en la pan, en las de las autopistas y hasta en las de los velatorios, así que cómo no va a ocurrir lo mismo para subirse a una atracción. Trata de poner orden los encargados de cada instalación, gente por lo general muy joven y, según Querol, muy responsable. Parece que no son parte de la legión de jóvenes que el pasado fin de semana se contagió en cadena en algunas discotecas del área metropolitana. En cualquier caso, si llegara a haber algún caso positivo, no está de más precisar que el suyo es un trabajo muy solitario, sin apenas contacto con el resto del personal y prácticamente muy poco con los visitantes.

La plaza superior del parque, a medio gas a mediodía.

La plaza superior del parque, a medio gas a mediodía. / JORDI OTIX

Con un límite de aforo del 50%, el Tibidabo lucía este fin de semana, pese a las restricciones, alegre, lejos de esos bullicios de fines de semana equivalentes a este antes del 2020, pero, aún así, vital, lo cual ya es mucho. Sobre todo, la cima de la montaña, porque ahí se juntaban los visitantes con esa (perdón por la cursilería) serpiente multicolor de ciclistas que a toda hora llegaban por la carretera, recuperaban el aliento en el mirador, junto a la noria, y poco después volvían a montarse en su bicicleta para encarar el descenso.

El demonio tienta a Jesús y, en esta versión de una vidriera del templo expiatorio del Tibidabo, le ofrece Barcelona ya urbanizada.

El demonio tienta a Jesús y, en esta versión de una vidriera del templo expiatorio del Tibidabo, le ofrece Barcelona ya urbanizada. / Carles Cols

En resumen, y no se vayan aún que queda una propina, el Tibidabo parece ser una más de todas esas pruebas del nueve de que hay formas de compatibilizar el ocio con el control del virus. La propina nada tiene que ver con eso. Es solo una sugerencia. Los visitantes del parque suelen dar la espalda al templo que corona la montaña. En una de sus vidrieras (primer piso, nada más entrar, a la derecha) se reproduce la supuesta aparición del diablo a Jesús, en la que el demonio le tienta con darle todo cuanto ve (‘haec omnia tibi dabo si cadens adoraveris me') si le idolatra a él y no a Dios. Es una vidriera muy interesante, porque lo que le ofrece, y eso se ve al fondo, es nada menos que toda la propiedad urbana de Barcelona. Hasta se ve el puerto, sin cruceros, cierto, pero con sus teleféricos y todo. Es una atracción más que nadie debería perderse.