CARA INVISIBLE DE LA CRISIS

Confinarse con tus hijos en un infrapiso compartido por 12 personas

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Helena López / Elisenda Colell

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De fondo, la voz insistente de una niña. "¿Mamá, mamá, cuándo haremos las manualidades?". "Ahora, ahora; un momento, estoy hablando por teléfono". La escena, el pan de cada día para millones de personas en estos días de confinamiento, sucede en una habitación de un piso del Raval en el que viven 12 personas de tres familias distintas. Dos matrimonios y esta madre sola, a quien llamaremos Fátima; junto a los hijos de todos ellos. La pequeña que reclama a Fátima tiene tres años. "Antes estábamos en otra habitación, pero era muy cara y no podía pagarla. Llevamos seis meses aquí; pero aún no siquiera he entrado en la mesa de emergencia", explica la mujer con voz dulce. Si pasar el confinamiento es difícil y angustioso en condiciones de clase media –calefacción, baño, sofás, wifi-, la situación de recrudece cuando el encierro se produce en <strong>pisos compartidos por varias familias</strong>, como es el caso de Fátima. O el de Ranim (tampoco es su nombre real), quien comparte colchón en el suelo con su marido y sus dos bebés de dos y un año. O el de Ana (también nombre falso), en la habitación de una pensión sin derecho a cocina. O el de Sandra (también nombre ficticio), en un piso que se cae a trozos del Gòtic con una hija de 12 años y a la espera del quinto desahucio por parte de un fondo inversor andorrano, "que esta vez ya me avisaron que era imparable".

Ana y su hijo de 24 años, ciego de nacimiento, fueron desahuciados en diciembre del piso en el que vivían de alquiler en el Raval. Sus vecinos solidarios pararon el golpe con sus cuerpos en la puerta hasta tres veces, pero a la cuarta no hubo nada que hacer y se ejecutó el desahucio. Desde entonces comparte habitación con su hijo en una pensión, a la espera de un piso de la mesa de emergencia. "Mi marido se marchó, cansado, y mis padres, que me traje para que me ayudaran con mi hijo para poder trabajar, no se adaptaron y regresaron a Perú, así que me quedé sola. Mi asistenta me dice que por qué no regreso a mi país yo también, pero yo no puedo regresar. Aquí mi hijo está estudiando, pero allí no hay nada para chicos como él", resume Ana angustiada. Su hijo y ella sí están en la lista de espera de un piso de emergencia, como otras 600 familias. 

"No nos dejan usar la cocina por la noche y no me atrevo a pedirle al chico de la recepción ni que me caliente un vaso de leche"

Ana

— Encerrada en una habitación con su hijo de 24 años ciego

Esta madre denuncia la dureza del confinamiento en la pensión. "No nos dejan usar la cocina de noche, y no me atrevo ni a pedirle al chico de la recepción que me caliente un vaso de leche, por el trato que nos dispensa, por no hablar de que aquí la gente entra y sale…¿qué confinamiento es este?", lamenta la mujer, quien también denuncia cortes en el agua caliente y en la calefacción.

Cortes de agua caliente y calefacción

Antes salían a comer y a cenar a un restaurante regentado por chinos, que fueron de los primeros en cerrar. Ahora los servicios sociales municipales, los mismos que la derivaron a esta pensión, les traen la comida de un catering, que tienen que comerse en la cama. "Nos los traen sin cubiertos. El primer día tuvimos que salir a comprar tenedores y cuchillos desechables, en la habitación de la pensión no tenemos nada", prosigue la mujer, quien también acarrea problemas de salud.  

Como Ana, Ranim sufre también por la entrada y salida de los desconocidos con los que se ve obligada a convivir en el piso compartido en el que vive junto a su marido y sus dos bebés después de pasar por "más de nueve pensiones". "No sabes dónde ha estado quién duerme en la habitación de al lado, quien se acerca a tus hijos en el comedor y les toca y les dice cosas", relata con miedo. "Sufro muchísimo por los niños. Estamos en una habitación los cuatro, y a ellos no les puedo tener encerrados en el cuarto, no hay espacio y ellos tienen que gatear, el pequeño, y poder moverse, el mayor; a su edad no les puedo tener en esta habitación en la que solo cabe un colchón, pero me da pánico que salgan del cuarto porque el piso no es un lugar seguro. Ya era duro antes, llevamos así siete meses, pero con el coronavirus es insostenible", explica esta madre.

Insostenible

La situación de Juana no es tan extrema, pero tampoco es fácil. También comparte cama y habitación con sus dos hijos de ocho y once años, en su caso realquilados en casa del familiar de un familiar. Llegó desde Venezuela con sus dos hijos hace siete meses. Se instaló allí con la intención de encontrar algo para ellos solos pronto, pero la crueldad del mercado inmobiliario en la ciudad ha hecho que aún estén allí. "Sigo buscando. Sé que nos tenemos que ir de aquí", explica sin dramatismo. Habla encerrada en el baño, el único lugar en el que puede encontrar algo de tranquilidad (pese a que también es compartido con el chico que les alquila la habitación). "Es difícil gestionar el uso de los espacios comunes; porque nosotros somos tres y, aunque tratas de no molestar, con niños es difícil...", apunta. "La parte positiva es que justo la semana pasada pusimos el wifi. Hasta entonces no teníamos. No quiero imaginar este encierro sin él", concluye optimista.

Preocupación en las chabolas

"Estamos sufriendo por las familias que no tienen recursos suficientes ante esta situación", confiesa una trabajadora social que atiende las cerca de 800 personas, entre ellos 200 niños, que viven en chabolas o naves industriales abandonadas en la ciudad. "Las familias con nacionalidad española están percibiendo ayudas públicas y están más protegidas, pero las que no tienen papeles están teniendo problemas para abastecerse", añade Alejandra Rayas, técnica de la Associació Amics Quart Món.