A LA ESPERA DE LA DGAIA

El destino de los menores de las comisarías: acogida o bolsa de pegamento

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Guillem Sànchez / Carlos Márquez Daniel

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"Policía, tengo hambre, madalenas no buenas", protesta un crío marroquí de 14 años que frunce el ceño y se echa la mano a la barriga. El agente de los Mossos d’Esquadra, armado con un fusil de asalto antiterrorista, coge aire y le promete que los bocadillos no tardarán en llegar. Es una escena real que tiene lugar en la comisaría de Ciutat Vella de Barcelona, una de las sedes policiales en las que han anidado la cincuentena de chicos que esperan ser acogidos por la Generalitat de Catalunya. La crisis de estos menores no acompañados ('menas') que pernoctan en el limbo de las áreas policiales desde comienzos de la semana pasada -llevan más de diez días- ha obligado a los mossos a afrontar una situación para la que no han sido formados. Por absurda que sea la convivencia entre policías y niños desamparados, impuesta por una Dirección General de la Infància i l'Adolescència (DGAIA) que afirma no poder acogerlos, entre unos y otros, inevitablemente, también ha acabado aflorando algo de cariño. Sobre todo, porque los agentes son conscientes de que les han puesto a cargo de un material sensible: hoy duermen junto a ellos pero mañana, si las cosas no salen bien, podrían convertirse en uno de los muchos ladrones menores de edad que persiguen. 

"Estos todavía no se han estropeado y se tiene que hacer algo antes de que sea tarde", avisa un policía acostumbrado a lidiar con niños de la cola que, enganchados a un hábito devastador para su cerebro, acaban sobreviviendo a base de hurtos y de robos violentos. La advertencia la comparten varios policías e incluso miembros de la comunidad marroquí afincada en el Raval. Y este miércoles, en los jardines de Sant Pau, ubicados justo detrás de la comisarías de Ciutat Vella, la amenaza de un destino de exclusión social ha tomado cuerpo de forma dramática. RashidYossef y Amine -los tres hermanos entrevistados por EL PERIÓDICO- han coincidido con una quincena de compatriotas de su edad adictos al pegamento, que inhalaban vapores tóxicos de una bolsa de plástico y se dejaban caer seminconscientes sobre la hierba del parque, ante su mirada. Del sistema de protección de la Generalitat depende en gran medida que los que duermen en las comisarías, "y aún tienen una cara saludable", logren hacerse un hueco en la sociedad catalana. Porque esto último también es posible.

"Que no caigan en el error de robar"

Abdelkhalah y Annas tienen poco más de 18 años y representan el ejemplo contrario a los chicos de la cola. Nacieron en Taounate y en Rabat, Marruecos. Pisaron suelo español cruzando a nado la frontera política que aísla Melilla del resto del continente africano. Desde allí llegaron hasta Catalunya hace aproximadamente un año. El Ayuntamiento de Barcelona les ha dado una tarjeta de alimentación y les costea la inscripción en el gimnasio de Sant Pau Sports Club. Este lunes ambos comían naranjas, un yougur y zumo de melocotón sentados en un banco de los jardines de Folch i Torres, durante un descanso del curso de formación para comercial que siguen en la Fundació Apip-Acam, a escasos metros del parque de Sant Pau, donde se desparraman los jóvenes adictos a la cola.

"Tienen que hablar con ellos, para que sigan la vida buena, para que se formen y busquen un buen trabajo. Es muy importante que no caigan en el error de robar cosas de otra persona", avisa Annas, que recuerda que, siendo menores de edad, tampoco pueden tramitar ninguna ayuda social. "Nosotros ahora estamos bien", asegura Abdelkhalah, "pero en Marruecos no teníamos nada, ni siquiera escuela". En ese país "con dinero, eres el rey del mundo. Sin dinero, no eres nadie", razonan para que se comprenda por qué vienen a Europa.

Niños de la cola, un problema de ciudad

No integrar adecuadamente a los menores no es solo un problema para ellos. Lo es para toda la ciudad. Lo saben de sobras los vecinos de la Vila Olímpica de Barcelona, que no pueden concebir lo que llevan meses viendo desde su ventana en el parque de Carles I. Allí se ha instalado un grupo de menores marroquís enganchados a la cola. Llegaron a principios de agosto y, desde entonces, van y vienen. Inhalan pegamento con la bolsa de plástico, duermen en la casita del parque infantil o sobre los bancos y usan las esquinas para hacer sus necesidades. Según los vecinos, también cometen robos en el barrio.

Esta comunidad dice que se ha quejado al ayuntamiento, a la DGAIA, a la Guardia Urbana y a los Mossos. Pero el único que ha prometido tenerlo en cuenta, o eso parece, ha sido el Síndic de Greuges. Como prueba de la ausencia de respuestas, aportan el recibo de un portal de internet de la Generalitat en el que su incidencia aparece como 'terminada'. Pero no. Puede que los agentes les retengan unos minutos, pero los chicos siguen a lo suyo. "Vimos como un chico de unos 10 años le decía al mosso que si tenía hijos iría por ellos; le amenazó y no pasó nada", explica Marta. Alberto los ha visto colocados, tirados en la hierba, deambulando. "Mean y hacen caca donde les viene bien, da la sensación que todo les da igual", relata. Cuentan que el más pequeño de todos, el que se enfrentó a la policía, es el líder. "Da miedo que siendo solo un crío sea capaz de hacer algo así", lamenta la vecina.

Hace unas semanas, los chicos instalaron una tienda de campaña junto a la zona de juegos infantiles. "Se acercaban los padres con los hijos y, en cuanto se percataban de su presencia, daban media vuelta. Es imposible saber cómo van a reaccionar [estando bajo los efectos del pegamento]". Los vecinos de la Vila Olímpica no ignoran el drama social que esconde la adicción a la cola. Por eso en primer lugar llamaron a los servicios sociales, que, según su versión, no han hecho otra cosa que "pasarse la pelota entre ellos". "No es agradable verlos en este estado, pero tampoco lo es tener miedo al salir de casa". Denuncian, también, que son responsables de robos tanto en el metro como en plena calle, donde incluso hirieron de gravedad a un hombre mayor al que tiraron al suelo.

Tiempo de espera en las comisarías

Mientras la incertidumbre se cierne sobre el futuro de la cincuentena de recién llegados que viven en las comisarías, y la DGAIA les busca un centro, los Mossos hacen lo que pueden para facilitarles las cosas desde la primera noche, cuando fue el propio intendente a cargo de la ABP quien sacó de su bolsillo 30 euros para comprar bocatas. A partir de entonces, se organizaron para ir a buscar más sándwiches de los que se sirve a los detenidos de los calabozos de Les Corts. Pero pronto se percataron de que se habían hartado de tanto pan. En el restaurante Tant de Bo, ubicado a escasos metros, el dueño preparó macarrones para todos. Otros agentes, por su cuenta, les han procurado bolsas de patatas, donnuts o bebidas. 

La convivencia no es sencilla. En la comisaría de Ciutat Vella se ha instalado provisionalmente una sala de espera en la entrada del edificio para destinar el espacio -en el que los ciudadanos aguardaban hasta ahora turno para presentar una denuncia- exclusivamente a los menores. Pero tras semanas sin ducharse, el hedor en la sala donde duermen obligó a aumentar el servicio de limpieza y cada mañana les obligan a salir media hora para adecentar 'su cámara'. También les retiran las colchonetas durante el día. "Si no, se pasan el día entero tumbados, son críos", concluyen en una afirmación no exenta de ternura. Les guste o no, mientras la DGAIA les busca un centro de acogida -este jueves ha previsto abrir uno con 50 nuevas plazas-, los policías catalanes se han convertido en el único referente de las administraciones catalanas que han conocido los chicos. En realidad, ninguna institución se ha acercado a la comisaría de Ciutat Vella para interesarse por ellos.