LA HISTORIA DEL VOTO DE LA MUJER LLEGA AL CINE

Sufragistas: histéricas, feas y (muy) amargadas

NÚRIA MARRÓN

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Aquel 10 de marzo de 1914, la periodista y sufragista Mary Raleigh Richardson escondió un cuchillo de carnicero entre sus ropajes y, a paso ligero, se acercó a 'La Venus del espejode Velázquez que colgaba en la National Gallery de Londres. Cuando el vigilante vio que una dama de aspecto menudo y respetable se liaba a cuchillazos contra el lienzo, del susto se cayó literalmente de la silla. Así que en lo que el hombre tardó en recuperar la compostura, a la activista le dio tiempo de propinar siete cortes limpios que, dicho sea de paso, fueron reparados sin problemas.

El suceso, adivinarán, fue descrita por la prensa como el desvarío aislado de una histérica que no podía soportar la belleza femenina. ¿Acaso las sufragistas no eran tipas feas y frustradas porque «no habían hallado en un hombre el amor ni en la sociedad un hogar seguro y confortable donde vivir y soñar»?, se preguntaban a diario los columnistas. Sin embargo, el 'acuchillamiento'descrito de forma melodramática por 'The Times' como si se tratara del cuerpo de una mujer -«el golpe más grave fue una herida cruel en el cuello»-, tenía más que ver con la política que con el psicoanálisis barato. El suceso era la respuesta a la detención, el día anterior, de Emmeline Pankhurst, líder de la Women's Social and Political Union (WSPU), el ala radicalizada del sufragismo que, tras décadas exigiendo sin éxito el voto femenino, dijo que ya iba siendo hora de pasar a la acción. «Hechos, no palabras» pasó a ser la proclama-fetiche.

MISOGINIA ASFIXIANTE

Y ya iba siendo hora, según Pankhurst y sus seguidoras, porque la primera petición que se había tramitado ante el Parlamento databa de 1832. Porque ya en 1866, el economista y filósofo liberal John Stuart Mill impulsó una nueva enmienda firmada por 1.500 mujeres que se apuntalaba en argumentos tan 'locos' para la época como que «si la libertad es buena para el hombre lo es también para la mujer». Y porque todas las campañas, exposiciones, charlas y banquetes que se organizaron en adelante se estrellaron siempre contra el mismo lugar: el desdén de sus señorías.

La misoginia, cabe decir, era totalitaria y asfixiante. En plena revolución francesa, Olympe de Gouges escribió la 'Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadanía' y acabó en la guillotina. Y para las cabezas pensantes del siglo XIX, de Hegel a Schopenhauer y de Nietzsche a Kierkegaard, la mujer era o bien esa mano invisible que te lavaba los calzones en casa o bien «objetos de fabulación» (palabras de Nietzsche) etéreos, de larga melena y aspecto tísico que no podían hecer otra cosa que morir de amor.

A ras de suelo, estos delirios tenían traducciones muy prosaicas: las obreras cobraban dos tercios menos; las rentas y posesiones pasaban a ser del marido al casarse; los señores podían infligir malos tratos amparados en las prerrogativas maritales; los padres ostentaban la patria potestad de los hijos e incluso podían darlos en adopción sin el consentimiento de la madre, y las sospechosas de ejercer la prostitución eran cazadas literalmente en la calle y sometidas a pruebas periódicas de enfermedades venéreas mientras los clientes entraban y salían cómodamente de los burdeles.

LAS URNAS COMO MEDIO

Las mujeres, muy involucradas en el abolicionismo, fueron arañando parcelas educativas, pero todos estos agravios civiles se erigieron en «un muro contra el que dos generaciones de mujeres chocaron una y otra vez -explica la filósofa Amelia Valcárcel-. Y llegó un momento en el que comprendieron que, sin voto, todo lo demás no podría cambiarse". El sufragio no era "la única preocupación, pero acabó uniendo las expectativas de renovación social, moral, política y hasta vital", afirma la investigadora en estudios de género Laia Fernández, que pone estas coordinadas al sufragismo: "Se desarrolló en un periodo de ebullición política, científica y social que constituyó la transición de la Inglaterra victoriana a la eduardiana y donde se pretendía la consecución de la ciudadanía, que excluía a un porcentaje de hombres y a todas las mujeres. Pero el desafío al orden patriarcal se percibía con mucho más temor que el de las clases trabajadoras". En 1897 nació el National Union of Women's Suffrage Societies, el flanco moderado. Y en 1903 llegó el turno de la WSPU de Pankhurst, que aumentó el voltaje de sus protestas en 1912, cuando el Parlamento desestimó las propuestas encaminadas a aprobar el voto femenino.

Lo cierto es que el tutorial contestatario de este grupo provocó escisiones, cogió por las solapas al Gobierno y anticipó un repertorio de acciones que han llegado hasta hoy. «Nos traen sin cuidado vuestras leyes, caballeros, nosotras situamos la libertad y la dignidad de la mujer por encima de esas consideraciones y vamos a seguir esa guerra como lo hicimos en el pasado, pero no seremos responsables de las propiedades que sacrifiquemos o de los perjucios que sufran-dijo Pankhurst en un llamamiento a la desobediencia civil-. De todo ello será culpable el Gobierno que, a pesar de admitir que nuestras peticiones son justas, se niega a satisfacerlas».

En un pulso desigual pero feroz con el poder, las sufragistas del WSPU se entrenaron como guerrilla urbana y practicaron el arte marcial jiu jitsu para defenderse de cargas brutales y detenciones masivas; se encadenaron en las verjas de edificios públicos; organizaron escraches a miembros del Gobierno; hacían pintadas en las que exigían «voto para las mujeres, castidad para los hombres», y apedrearon escaparates de comercios.

«141 ACTOS DE DESTRUCCIÓN»

También se encaramaron a los tejados con megáfonos, boicotearon la representación del cuerpo femenino en los museos, echaron ácido en los buzones, se escondieron en órganos para sabotear actos, cortaron hilos de telégrafo, lanzaron octavillas desde globos y, cuando doblaron sus acciones violentas, atentaron con artefactos contra casas de campo vacías, estaciones, puertos y pabellones que nunca buscaron ni se cobraron víctimas. En junio de 1913, Emily Davison murió al ponerse frente al caballo del rey Jorge en el derby de Epsom. Y en marzo de 1914, en Glasgow, las sufragistas libraron una batalla campal con la policía. Los agentes dispararon balas de fogueo y las mujeres, que se defendían a paraguazos de los golpes de porra, contestaron lanzando macetas y sillas. Los primeros meses de aquel año, la prensa inventarió hasta «141 actos de destrucción».

«Las sufragettes, como despectivamente se llamó a las activistas radicalizadas, eran mujeres de su tiempo y no se inventaron la acción directa -explica la historiadora Elena Fernández-. Sin embargo, sí tenían un gran sentido del espectáculo y olfato mediático para llamar la atención de la prensa y presionar al Gobierno. Cabe decir que tanto las sufragistas moderadas como las combativas eran rupturistas al máximo, teniendo en cuenta la mentalidad de la época».

En este sentido también abunda Laia Fernández: «El belicismo de las 'suffragette's sorprende e incomoda a la sociedad patriarcal, acostumbrada a la pasividad y buena conducta femenina y, al mismo tiempo, llama extraordinariamente la atención de un público ávido de historias sorprendentes. Así,  encontramos a las buenas feministas, aquellas que no militan y son pacientes, y pueden trabajar con y como los hombres, y las malas, o feas o lesbianas o feminazis que buscan transformar la sociedad y dan mucho miedo a las estructuras patriarcales, que temen perder el control. Pero cuidado con las polarizaciones: ocultan que las bases eran versátiles y muchas veces superaban las diferencias políticas o estas, para ellas, no estaban tan claras. Han sido los estudiosos a quienes les ha interesado mostrarlas divididas para menospreciarlas».

BRUTAL REPRESIÓN

   Y a todo esto, ¿cómo reaccionó el poder? Pues primero las ignoró y luego basculó entre la burla y la represión brutal. Las cargas eran tremendas. Y tras las detenciones, las sufragistas, que exigían estatus de presas políticas, siguieron huelgas de hambre contestadas con alimentación forzosa, una técnica que les provocó secuelas muy graves. Tal fue así que el Parlamento británico acabó aprobando la ley el Gato y el Ratón, por la cual se estableció que, cuando el estado físico de las presas (ratones) fuera grave, serían puestas en libertad por la autoridad (el gato) y, una vez recuperadas, volverían a ser detenidas y encarceladas. Y así ad infinitum.

    Las críticas, imaginarán, les llovían de todas partes. Los antisufragistas decían que el voto femenino convertiría el Parlamento en una especie de folletín sentimental y mataría el amor, la familia e incluso «la virilidad del imperio británico». Pero también recibieron reveses del movimiento obrero, que a menudo las tachó de panda de burguesas solo interesadas en acceder a los privilegios masculinos. «Es cierto que había muchas señoras acomodadas, pero también que el movimiento creció de forma exponencial a finales del siglo XIX y principios del XX y que también había obreras –dice Elena Fernández–. Sin embargo, las mujeres de clases populares vivían en condiciones paupérrimas y tenían urgencias como qué podían preparar para cenar o cómo pagarían su habitación insalubre. Y, claro, tenían menos educación y tiempo para la política, entre el trabajo y la casa. Además, también hubo activistas que prefirieron enrolarse en partidos y sindicatos de clase».

PRIMERA GUERRA MUNDIAL

Luego llegó la primera guerra mundial y, además de poner en barbecho la lucha, sumó nuevas escisiones, incluso alrededor de la chimenea de las Pankhurst. Mientras Emmeline apoyó la contienda, pensando que si las mujeres estaban a la altura no les podrían negar luego el voto, su hija Sylvia, socialista y pacifista, abominó de esta estrategia. Al final, las mayores de 30 años pudieron votar a partir de 1918 y, 10 años más tarde, lograron que se equiparara la edad a la de los hombres: 21. Sin embargo, para esa fecha ya quedaba meridianamente claro que los derechos políticos no iban a transformar por sí solos las vidas de las mujeres. 

    ¿Pero sumó o restó a la causa el radicalismo de WSPU? Hay consenso en que todo contribuyó en un movimiento general que se sostuvo durante décadas y logró alianzas internacionales. Pero también es cierto que, aunque las acciones combativas fueron usadas para criminalizar la lucha y menospreciar a las 'suffragettes' en la historiografía, aquellas mujeres dieron una imagen pública inusual –«organizadas, creativas, transgresoras, beligerantes y solidarias», apunta Laia Fernández– y anticiparon el feminismo de acción de grupos actuales como Pussy Riot. Muy a su pesar, también acusaron tics perversos que han llegado hasta hoy. Primer tic: la reticencia masculina a renunciar a sus privilegios. Y segundo tic: sirvan estas ilustraciones para cerciorarse de que, como hace un siglo, si se quiere desacreditar a una feminista no hace falta rebatir argumentos: a menudo basta con caricaturizarla vieja, fea y (muy) insatisfecha.