Los precedentes

Papas, reyes y toros

Arriba, la plaza de Las Arenas a comienzos del siglo pasado; al lado, un cartel de 1925 de La Monumental.

Arriba, la plaza de Las Arenas a comienzos del siglo pasado; al lado, un cartel de 1925 de La Monumental.

MAURICIO BERNAL
BARCELONA

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Antes, mucho antes que la Iniciativa Legislativa Popular (ILP), antes que la prohibición en Canarias, antes que las organizaciones ecologistas y antes que las organizaciones defensoras de los animales, antes, mucho antes, hubo un Papa. Precursor de cuantos ven hoy en las corridas una diversión de salvajes, la imagen enmarcada de Antonio Michele Ghiselieri debería, en un mundo fetiche, adornar cual tótem el despacho de todo director de oenegé que en este siglo XXI haya declarado la guerra a la lidia. Pío V, el primer prohibicionista. Pío V, el Papa que era amigo de los toros.

Aunque no fuera estrictamente amigo; o lo fuera solo de rebote. En realidad, la bula que divulgó en 1567 el papa Ghiselieri, recién iniciado su Pontificado, un texto en el que hablaba de«espectáculos cruentos y vergonzosos, propios no de hombres sino del demonio», era más producto de su preocupación por la integridad de las personas. No de los toros. El documento recordaba que«las luchas con toros y otras fieras en espectáculos públicos y privados»acarreaban a menudo«muertes humanas»y«mutilación de miembros», y, más importante, representaban un«peligro para el alma». El contundente Papa anunció que castigaría la desobediencia con la excomunión, y que nadie que perdiera la vida corriendo un toro tendría derecho a sepultura cristiana.

¿España? España hizo la vista gorda. Felipe II no tomó medidas, se dice que para no enfadar a las Cortes, aunque el argumento que enarbolaba cuando el Papa, una y otra vez, se molestaba en recordarle sus obligaciones, es que el pueblo sentía más debilidad por los toros que por la Iglesia, que despreciaba la amenaza de excomunión y que prohibir a la fuerza el espectáculo podía conducir a un levantamiento popular.

Fueron las mismas razones que desplegó ante el siguiente Pontífice: Gregorio XIII. Y este le escuchó. Publicó su propia bula suavizando la prohibición de Pío V y volvió a permitir en la práctica las corridas; así que si a alguno le parecen mareantes los ires y venires de la ILP, debería echar un vistazo a la historia de papas, reyes y toros: básicamente una sucesión de prohibiciones, permisiones, concesiones y transigencias.

Es decir, que la cosa no acabó ahí: vino enseguida Felipe V, que no entendía nada porque era francés (dicen los taurinos), o que por serlo entendía mucho (dicen los antitaurinos), y que en cualquier caso echó por la borda los esfuerzos de su antecesor. Sencillamente, prohibió los toros. No al pueblo, pero sí a los cortesanos. Le parecía, como a Pío V, y como hombre refinado que era, pero sobre todo porque era hijo de la Ilustración (dicen los antitaurinos), un espectáculo salvaje.

De espaldas al pueblo

Casi no hubo rey que no se ocupara de los toros. Fernando VI fue condescendiente: los permitió, pero a condición de que los beneficios se destinaran a la caridad; Carlos III los prohibió; Carlos IV también, y cuando le llegó el turno, Fernando VII los permitió. La lidia fue durante mucho tiempo objeto de enconado debate político, y hasta bien entrado el siglo XIX el Parlamento la incluyó una y otra vez en el orden del día, casi siempre por iniciativa de los gobiernos liberales de entonces. Así que también debería figurar en la lista de ídolos antitaurinos José María Quiñones, Marqués de San Carlos y Montevirgen, el último que antes del siglo XX propuso una votación para prohibirlos. Pero, con la costumbre ya consolidada, y justo en una época en que toreros como Lagartijo y Frascuelo congregaban multitudes, votar en contra de los toros era dar la espalda al pueblo. Así que no prosperó.