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Estética sin ética en la tauromaquia

Salvador Giner

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Los favorables a la tauromaquia han perdido su segunda batalla. (Ya perdieron una en las islas Canarias, en 1991, pero es como si nadie se acordara.) Deberían aprestarse a perder también todas las que les quedan por librar. La decisión del Parlament de Catalunya refleja un paso más en la mudanza paulatina de los sentimientos populares con respecto al trato que recibe el reino animal por nuestra parte.

Los amantes de las corridas, incapaces de argumentar sobre lo único que debe discutirse –si los animales sufren o no con el toreo en la plaza– han volcado todos sus argumentos a favor de temas que no tienen la más mínima significación en el asunto. Invocar la tradición es falaz. No me sorprendería si alguien lo considerara como insulto a su inteligencia. Con la tradición, las mujeres no se hubieran puesto jamás un bikini para ir a la playa. Ni irían a la playa. Ni serían médicos, ni arquitectos, ni pilotos de avión. El paleolítico inferior era muy tradicional. La edad media no le fue demasiado a la zaga.

Queda la estética. Nadie negará ni la riqueza etnológica de la tauromaquia ni su belleza. Desde donFrancisco de GoyaaPablo Picassolos artistas hispanos la han captado como nadie. Pero el hecho de que una fiesta cuyos orígenes se pierden en el pasado –por lo menos en el arte de Creta– haya atraído a los artistas no invalida su barbarie.Goyamismo, en la serieLos desastres de la guerra,mostró como nadie su horror. Su espíritu progresista no le cegó ante nuestras miserias. Más bien le inspiró para ponerlas de manifiesto con infalible precisión. No confundió, y no confundamos, el valor de la belleza, la profundidad de una fiesta ancestral y la popularidad de entretenimientos bárbaros con las normas básicas que deben regir una sociedad decente.

En una sociedad decente no se maltratan los animales, ni se jalean a los atormentadores. Una sociedad decente condena el abandono de animales en el campo, o los juegos y torturas crueles con los perros. Recupera tortugas de mar heridas. Abre centros de recuperación para las bestias que necesitan protección. Enseña a los niños de las escuelas a tratar siempre la vida con respeto y cariño. Esa es, por fortuna, nuestra sociedad, aunque quede mucho más por hacer. Esa misma sociedad no puede incurrir en la brutal contradicción de promover esos principios elementales de humanidad al tiempo que permite la barbarie de las corridas. Una cosa lleva a la otra. Del mismo modo que amar y proteger a las especies vivas redunda a la postre en tratar a los demás, a los seres humanos, con el respeto debido. Solo es de esperar que la menguante grey de los taurófilos lo entienda. Y que, lo más pronto posible, deje de confundir la tradición, la literatura y la estética con la ética.