REFLEXIONES SOBRE LA ARENA

Todo Dios pasaba por ahí

Latinoamericanos asiduos de la playa de Castelldefels aseguran que es muy habitual atravesar las vías H Atribuyen parte de la culpa del accidente a las administraciones

Día de playa 8Jorge Gómez (segundo por la derecha) departe con un grupo de amigos en la playa de Castelldefels, ayer por la mañana.

Día de playa 8Jorge Gómez (segundo por la derecha) departe con un grupo de amigos en la playa de Castelldefels, ayer por la mañana.

MAURICIO BERNAL / Castelldefels

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Que prácticamente todo hijo de vecino se atrevía, que la sensación de riesgo, más aun, la idea de perder la vida no existía, que justo en este punto hay horizonte, las vías se pierden en la lejanía y por lo tanto es simplemente cuestión de mirar a un lado, primero, al otro, después, y sortear los rieles, pasar sobre las traviesas, salvar el desnivel que conduce al andén: que eso era así y que llevaba años siendo así es lo que dicen los asiduos de la playa, de esta explanada enorme que es la orilla del mar en Castelldefels, un nombre y un espacio que desde el miércoles están impajaritablemente asociados a la tragedia. Las multas, que ahora se imponen con el rigor del miedo, brillaban, tal vez no huelga, tal vez es momento de subrayarlo, por su ausencia.

«Sí... nosotros mismos pasábamos», dice Jorge Gómez, ecuatoriano, mitad sonrisa y mitad vergüenza, porque ya sabe que arriesgaba la vida. No lo intuye: lo sabe. Que las víctimas eran todas, salvo una, de origen latinoamericano, no es casualidad, y no lo es no solamente porque aquella noche, en plena verbena, se presentara en el pueblo, justo en la playa, Rubén El Rey, venerada estrella tropical, sino porque Castelldefels tiene atributos que convencen a ecuatorianos, a colombianos, a bolivianos; y que los seducen. Bien la cercanía, porque muchos viven en L'Hospitalet, o en Bellvitge, bien la arena, que es «magnífica» –lo dicen, nostálgicos, varios: que les recuerda el Caribe–, bien los chiringuitos o el espacio, generoso. Total: latinoamericanos hay muchos. Y siempre. O casi siempre.

La sonrisa avergonzada

«Pero no solo nosotros –continúa Jorge, abarcando con el brazo al grupo que lo acompaña, tres hombres y dos mujeres–. Muchos pasaban. Muchos. Ya fuera antes, que funcionaba el puente, el paso elevado, o después, cuando remodelaron e hicieron el túnel. Aunque la verdad, hace unos meses tuvimos un susto, estábamos cruzando y vimos un tren que venía... no es que fuera cosa de segundos, no, ni nada por el estilo, pero eso sí, fue suficiente para quitarnos las ganas de volverlo a hacer».

Y en eso coinciden, en términos generales, los latinoamericanos que ayer estaban desperdigados por la playa, Eliana Cabrera, que es boliviana, Laura Mortola, que es de Ecuador, Carlos Morón, que también es de Bolivia. Que mucha gente lo hace, que ellos mismos alguna vez lo han hecho: con la sonrisa que es ambas cosas: que es sonrisa y es vergüenza.

Una vergüenza que es síntoma de lo que es síntoma: consciencia del riesgo, de que está mal hecho, de que ni es cívico ni es lógico ni es prudente. Ni es muchas otras cosas. Y por eso todos, sin excepción, convienen en que responsables en gran medida son los que cruzaron; temerarios, imprudentes, demasiado aventurados. Yo lo he hecho, parecen decir, yo me he arriesgado: sé lo que podría –si fuera de noche, si fuera Sant Joan, si fuera de fiesta– haber pasado. Y ellos, las víctimas, también. Pero inmediatamente matizan: era Sant Joan, era de noche...

«Y lo normal es que hubiera un operativo especial –critica Hernán Vega, ecuatoriano, echado al sol y despachando una Coca-Cola y un bocadillo de jamón–. No estoy diciendo que gran parte de la responsabilidad no fuera de ellos, si se tratara de poner cifras, a ver... yo diría que el 90% de la culpa fue de ellos, evidentemente, pero creo que hay un 10% de responsabilidad del ayuntamiento, o de la Generalitat, no sé, no sé a quién corresponde. El hecho es que si saben que esa noche vienen miles de personas lo normal es que haya controles, porque saben que la estación se va a llenar cada vez que llegue un tren, y hasta yo sé que donde hay mucha gente hay problemas».

Unos metros más al sur están Pol Henry y Jennifer Herrera. Ecuatorianos, pero viven en Madrid. Dicen que cada Sant Joan vienen a Catalunya, concretamente a Castelldefels, y dicen que esta vez no lo van a olvidar. Sobre todo ella, que venía en el tren, con las víctimas, que pasó por el túnel y cuando estaba en las escaleras, subiendo, oyó unos gritos, luego el sonido de piedras, ese que muchos han descrito, y finalmente silencio. Una cosa terrible, sepulcral.