CRÍTICA DE SERIE
'Emily en París', temporada 3: cuando lo ligero se hace cargante
La temporada más irregular de esta comedia turística, laboral y romántica desaprovecha uno de los mejores repartos actuales
Juan Manuel Freire
Periodista
Periodista y crítico cultural.
Lo aprendemos llegada una cierta edad: los placeres culpables no existen, solo son placeres, y tratar de excusarse por ellos delata inseguridad. De placer culpable se sigue tildando a 'Emily en París', como si la ligereza fuera un pecado o como si las comedias (sobre todo) románticas hubieran servido históricamente para reflejar la más cruda realidad social de una ciudad y un momento. Esto es puro escapismo, imperfecto escapismo también, pero que algo no sea una obra maestra no significa que sea una basura, aunque Twitter quiera empujar a esa clase de polarización histérica.
Dicho todo esto, quienes hemos defendido el consumo tranquilo de 'Emily en París' vamos a tener que revisar nuestras palabras. Cuesta un poco relajarse viendo su tercera temporada, la más irregular hasta la fecha. El listado de escollos es importante. No, no tiene nada que ver con Emily Cooper, heroína insoportable para unos y encantadora para otros, entre los que se encuentra este cronista. Lily Collins sigue desbordando carisma mientras a Emily se le empieza a agotar el optimismo: no sabe cómo emerger de sus múltiples dilemas, del aluvión de preguntas en torno a sus lealtades, así en lo laboral como lo amoroso. ¿Ha de ser fiel a su mentora Madeline (Kate Walsh) en la ahora desierta agencia Savoir o irse a trabajar con la nueva compañía de Sylvie (Philippine Leroy-Beaulieu), jefa experta en amor duro? ¿Ha de intentar que las cosas funcionen con el banquero londinense Alfie (Lucien Laviscount), a pesar de las distancias, o es absurdo querer mantener al chef Gabriel (Lucas Bravo) en la zona de amistad? En sus clases de francés, un poco inútiles por ahora, Emily descubre estar sumida en la angustia más sartriana: no decidirse a elegir también es elegir.
Emily no es el problema, como tampoco lo son sus problemas, aunque hagan falta varios episodios (tres, en concreto) para que el productor Darren Star ('Sexo en Nueva York') y su equipo recuerden qué fricciones personales o culturales funcionan mejor en la serie. Qué clase de anhelos dolorosos también: la eterna atracción del '¿lo harán o no lo harán?', recurso tan gastado como infalible. Todo mejora con el cuarto capítulo y toca techo en el quinto, escrito por Robin Schiff, guionista de la impagable 'Romy & Michele'. Después la efectividad vuelve a decaer hasta un disfrutable episodio final que, además, promete buenas dosis de delirio 'camp' y retorcimiento culebronesco para la cuarta temporada.
Sí que resulta un obstáculo el flagrante emplazamiento de producto, ya sea de una conocida franquicia de hamburgueserías, cierta empresa de joyería o el software más socorrido (o qué más invitaba a gritar "¡socorro!") durante la pandemia. ¿Recuerdan el clímax con Ronald McDonald de 'Mi amigo Mac'? De ese nivel de intrusión hablamos. Y cuando el producto que se vende es poco asequible, asoma la pornografía del lujo en su más incómoda obscenidad. Por otro lado, cada actuación musical o arranque de comedia física (croissants contra paloma, abejas en la Provenza) invitan a un claro desasosiego, a querer escapar del escapismo.
Por el camino se desaprovechan los talentos individuales y la química interpersonal de un reparto coral no del todo bien ponderado: además de Collins, están esa majestuosa Leroy-Beaulieu (actriz de Vadim o Wajda), un Bravo siempre sutil y sensible o esa estrella en construcción llamada Bruno Gouery, al que Mike White invitó a la segunda temporada de 'The White Lotus'. Verlos luchar con según qué material no es ningún placer.
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