Serie

'Estación Once', crítica final: una curación a través del arte

La brillante serie de Patrick Somerville no se recrea en la desgracia pandémica, sino en el poder sanador de las historias (y los abrazos)

Crítica final de 'Estación Once': una curación a través del arte

Crítica final de 'Estación Once': una curación a través del arte / HBO Max

Juan Manuel Freire

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¿Una serie sobre pandemia estrenada en plena pandemia? A pesar de las necesarias explicaciones (se basa en una novela de 2017 y empezó a rodarse a finales de 2019, es decir, no hubo vocación explotadora), 'Estación Once' lo iba a tener difícil para granjearse simpatías inmediatas. La fatiga pandémica es una realidad. Pero la serie de Patrick Somerville (antiguo guionista de 'The leftovers', creador de 'Maniac') se ha acabado haciendo un hueco importante en las vidas de muchos que asumieron el riesgo de hundirse en la miseria y empezaron a verla. Ha dejado marca, sobre todo, por su utilidad curativa: su recordatorio del valor del arte y de todas las conexiones salvavidas que nos atan unos a otros.

Por suerte, la situación de base tampoco era tan, tan reconocible: el virus de 'Estación Once' es todavía más letal que el covid-19 y fulmina en tiempo récord al 99,9% de la población global. La acción de la serie se reparte entre dos bloques temporales básicos: el estallido de la pandemia y el año posterior, por un lado, y el nuevo orden de dos décadas después, por otro. Saltamos dinámicamente entre localizaciones, de Chicago a Singapur, pasando por esa estación espacial estropeada desde la que nos observa un astronauta taciturno y solitario

Ese personaje proviene de 'Estación Once', cómic imaginario con un papel decisivo en las vidas de quienes más importan en la trama. La protagonista Kirsten (reveladora Matilda Lawler en su versión preadolescente; Mackenzie Davis en la pospandémica), estrella de la compañía teatral Sinfonía Viajera, que se ha propuesto desafiar al apocalipsis con Shakespeare, lo tiene como souvenir favorito de un Antes idealizado. Para el Profeta (Daniel Zovatto), líder de una secta que convierte a niños en soldados, ese Antes no existe y el libro es una inspiración distorsionada para el terror. Tampoco podemos olvidar a la propia autora de la obra, Miranda Carroll (Danielle Deadwyler), cuya difícil relación con el actor Arthur Leander (Gael García Bernal), mentor de Kirsten, da base argumental a esa gran reflexión sobre la asimetría amorosa llamada 'Huracán', uno de los mejores episodios

Lejos de contar una historia lineal, Somerville y su equipo hacen zoom dentro y fuera en una larga cronología, un panorama vasto y un rico conjunto de personajes (solo hemos hablado de algunos), lo que invita a pensar en el cosmonauta omnisciente como narrador de todo esto. La amplitud y libertad de la visión han dado gozoso vértigo: cada episodio era su propia aventura, como siguiendo los pasos de 'Perdidos' y 'The leftovers', en la que Somerville se curtió como guionista televisivo. También como en aquella, abordar temas difíciles no significa prescindir de alegría y diversión, o tender a una extravagancia que, reconozcámoslo, aquí podía tener forma de hipismo irritante. 

Pero incluso esos deslices quedaron compensados por una excelencia formal que alcanzó cotas sublimes cuando Hiro Murai y Lucy Tcherniak se pusieron tras la cámara. Del primero recordaremos por siempre el citado 'Huracán' y el magistral episodio inaugural. De la segunda, 'El aeropuerto de Severn City', especie de 'La terminal' con final más turbio, y el devastador 'Adiós mi pobre hogar', en el que Kirsten se reencontraba con su pequeña yo en momentos difíciles. La relación de Kirs con su inesperado protector Jeevan (Hamish Patel), desarrollada por Somerville a partir de lo que era un momento fugaz en el libro original, ha dado pie a los golpes de emotividad más resonantes. De hecho, cierto momento del último episodio invita de nuevo a hacer comparaciones con 'Perdidos', o para ser precisos, el clímax telefónico de 'La constante'. La misma compunción, la misma curación. 

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