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Crítica de 'Halston': moda, exceso y melancolía

La nueva producción de Ryan Murphy es un 'bioshow' en fluida alternancia entre la ironía y el dolor

Crítica de 'Halston': moda, exceso y melancolía

Crítica de 'Halston': moda, exceso y melancolía / Netflix

Juan Manuel Freire

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Al modisto Roy Halston Frowick se le considera prácticamente el padre del minimalismo, pero en su vida personal y su trato profesional podía ser cualquier cosa menos eso. Hombre hecho a sí mismo, escapó de una dura infancia en Indiana para asentarse en Nueva York (vía Chicago) y construirse una personalidad más grande que la vida. Quizá todavía más grande era su talento como diseñador, que aplicó en primer lugar a los sombreros y después a vestidos depurados, a veces, hasta el punto de carecer de costuras.

El 'menos es más' se convertía, llegada la noche, en 'más es todo'. Sexualmente insaciable, Halston combinó relaciones más o menos largas con el 'cruising' y las orgías domésticas. Como tantos otros diseñadores de la era de Studio 54, convirtió la cocaína en parte esencial del material de oficina. Los grandes gestos deliciosos se convirtieron poco a poco en exabruptos. Y la reelaboración de uno mismo, en la más cruenta autodestrucción, sobre todo desde que Halston advirtió que vender su nombre a las corporaciones había sido como vender su alma.

Esto es, a muy grandes rasgos, lo que cuenta 'Halston', la miniserie de cinco episodios basada en la biografía escrita por Steven S. Gaines, al parecer frenética. Aunque producida por el tantas veces (divertidamente) acelerado Ryan Murphy, acompañado esta vez por la madrina del cine 'indie' estadounidense Christine Vachon, 'Halston' destaca menos por el frenesí que por la paciencia. Ese ritmo poco atropellado permite saborear los pequeños detalles y momentos de gracia de un 'bioshow' en constante, fluida alternancia entre la ironía y el dolor o el drama.

Ese equilibrio es producto de guiones bien calibrados (por momentos se puede llegar a pensar en 'Boogie nights'), pero también de un protagonista al que la industria debía desde hace tiempo un papel con que poder lucirse: Ewan McGregor despliega todo su rango de posibilidades en una interpretación hipnótica, a veces basada en el más puro carisma, otras veces disparada de forma abrupta hacia la emoción visceral. El ya inolvidable Halston de McGregor es el centro alrededor del que orbitan otros personajes, otras interpretaciones, de una casi inesperada resonancia emocional: Gian Franco Rodriguez como Víctor Hugo, prostituto venezolano con el que tuvo una larga y tumultuosa relación; Rebecca Dayan como la joyera Elsa Peretti, enamorada platónicamente de su mentor y amigo; David Pittu como el ilustrador Joe Eula, otro amigo y colaborador paciente, o esa gran Krysta Rodriguez como Liza Minnelli, quien acompañó a Halston en sus mejores y peores momentos, en la Batalla de Versalles de 1973 (modistos franceses contra yanquis) y en la batalla contra el sida.

Era de esperar que una serie sobre Halston fuera elegante y bella de mirar, pero no hasta semejante grado. A los exquisitos diseños de producción y (claro) vestuario se une el talento del director Daniel Minahan, un veterano de HBO, para la planificación en formato panorámico. Y repetimos, es una cuestión de ritmo: de tener tiempo para explorar, para observar, las singularidades de cada interacción.

Cuando la fiesta empieza a declinar, la emoción no suena falsa, sino bien ganada. El último toque de gracia es un desfile imaginario y definitivo al son de un clásico de culto, 'Pearly-dewdrops' drops' de Cocteau Twins. Pura melancolía ensoñadora como colofón para una serie que es más, bastante más que un festival de sexo clandestino, rayas de coca y música disco. De las mejores sorpresas del año.

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