Conde del asalto
Las estufas apagadas
Es algo casi tan científico como el hecho de que siempre elegirás la cola del súper más lenta: siempre te sentarás al lado de la estufa que no prende
Miqui Otero
Escritor
En algún libro está escrito que el bolígrafo que no pinta será el único que no pierdas. Y que el mechero que no enciende, cuando no encuentres ningún otro, aparecerá una y otra vez en los bolsillos de los tejanos, en el alféizar, dentro de la lavadora y debajo de todos los papeles del escritorio.
Qué sería de nosotros sin estas cosas, la chispa de la vida.
A estas ironías hay que añadir otra y recibirla con un caluroso aplauso: las estufas de las terrazas.
Ahora que el ómicron es el equivalente en nuestro aire de la soja en el supermercado (está en todas partes, la veamos o no) y de Florentino Pérez en las siglas de las empresas poderosas (lo mismo), los hijos del clima mediterráneo hemos descubierto que las terrazas de los bares son un lugar perfectamente válido para reunirnos.
“Te lo dije”, diremos los fumadores, que siempre le hemos visto encanto a eso de mirar cielos estrellados en pleno enero, incluso bajo la lluvia (¡pero si hay sombrilla!). Puede ser una venganza de este sector (quizás molesto por los caprichos de sus encendedores), pero el caso es que cada tarde las mesas y sillas de zinc o aluminio de nuestras calles están llenas.
La modernidad europea
¿Podría ser ésta nuestra verdadera entrada en la modernidad europea? Ni el ingreso en su comunidad económica ni los trenes de alta velocidad, por fin podemos considerarnos escandinavos. Uno viajaba al norte de Europa en épocas más bien gélidas y alucinaba con el uso que la gente hacía del espacio público. Las terrazas estaban llenas y siempre me llamaron la atención aquellos bares que ofrecían gratuitamente una mantita (normalmente una de esas rojas y flecudas, de Ikea) encima de las sillas para que los clientes se taparan. He celebrado cumpleaños en jardines interiores de bloques de edificios de Rotterdam a cero grados. Y yo era el único que bailaba más que el resto, no por mi ritmo latino, precisamente, ni por las cervezas ingeridas, sino porque tenía frío. En esos momentos, intentaba recordar la máxima de mi padre, nacido en Galicia: “El frío es psicológico”. Yo siempre he pensado que más bien es psicópata.
Urge, sin embargo, un programa de cursos públicos para aprender a hacer fuego con dos ramitas y tres piedras. Porque, como los mecheros y los bolígrafos, habrán podido comprobar que siempre te sentarás al lado de la estufa que no prende. Es algo casi tan científico como el hecho de que siempre elegirás la cola del supermercado que irá más lenta (hasta cuando solo tienes delante de ti una persona: querrá sacar la tarjeta del súper, discutirá el ticket de compra con ánimo jacobino, será la madrina del hijo de la cajera).
Con las estufas sucede lo mismo: nunca funcionan. El camarero muy servicial y profesionalmente intentará darle al botoncito que activa la espita para que el gas de la bombona se convierta en llama sanadora, pero jamás irá. La imagen, ese pulsado casi desesperado, me recuerda al de las pistolas descargadas cuando el personaje más lo necesita y aprieta el gatillo una y otra vez y solo suena ese clac inane.
Ante este panorama, he hallado al solución: salir a la calle con una mantita de la guardería de mi hija. Como lleva escrito el nombre (o, más bien, mi apellido) con tinta indeleble en una tirita adhesiva planchada al tejido, me aseguro beber sin frío, sin estufa y con seguridad. Además, si tomo demasiadas rondas, siempre me sirve para recordar hasta como me llamo.
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