Conde del asalto

Bronca de Navidad

Entre el langostino y el cordero, algún ser querido podría empezar a perorar sobre sanidad pública e inmigración, o sobre ser culturalmente diferentes

Una cena navideña en familia.

Una cena navideña en familia. / periodico

Miqui Otero

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Si nuestra única forma de conocer a los otros fuera reunirnos con los nuestros? ¿Y si solo encontráramos a los diferentes entre los que tenemos mucho en común? ¿Y si solo pudiera haber sangre entre los que tienen lazos de ídem? ¿Guerra donde se promete paz? ¿Y si solo en las cenas familiares de Navidad pudiéramos chocar con los que no piensan como nosotros? 

No es tan difícil: tengo un amigo que dice que en nuestra Barcelona franquiciada los únicos bares que se parecen a los que había antes, que incluso conservan algunas de sus tapas, y también nombres como Rías Baixas o Esterri, son precisamente los regentados por chinos. Esta contradicción podría operar del mismo modo en el tema que nos ocupa. 

Muchos de nosotros no conocemos a nadie de Vox, incluso a casi nadie del PP (con la posconvergencia la cosa se vuelve más difusa). Así, parece que esos millones de votantes sean una población subterránea de topos que suben con el señuelo de un bocata para ir en autocares pagados a las urnas. Es evidente que no. Es obvio que están aquí. 

Eli Pariser lo explica en su ensayo ‘El filtro burbuja’. El hecho es que nuestros muros y ‘timelines’ de las redes sociales solo incluyen a los que opinan como nosotros, así que, de toparnos con otro de signo contrario, caeríamos en la estupefacción de quien va al zoo y de repente ve a un centauro o a un hipogrifo. 

Ir de ‘after’ a Perejil

Ir de ‘after’ a PerejilY aquí entran las cenas de Navidad. También las de empresa. La familia (y, en menor medida, el lugar de trabajo) es el único entorno que no elegimos. Por eso en ese nidito familiar, en fechas de amor cascabelado, es donde nos podemos estampar contra ese enemigo invisible. Entre el langostino y el cordero, algún ser querido podría empezar a perorar sobre sanidad pública e inmigración, o sobre ser culturalmente diferentes, o sobre paguitas o sobre “es que al menos dicen la verdad”. O ese compañero de curro podría empezar a mirar raro a la tercera copa hasta que propondría ir de ‘after’ a Perejil (y no se referiría a un garito de Viladecans, sino al islote gibraltareño). 

De hecho, los anuncios de turrón deberían contemplar este tipo de estampas: dentro de casa las ollas tabletean y los niños corretean con calcetines estampados de renos, y la abuela sonríe desde su mecedora y todos piensan que no va a llegar, pero entonces el coche derrapa en la última curva y aparca delante. Antes de salir del auto podemos oír el último verso de una canción de Taburete y entonces timbra. Ding dong. Y aparece ese primo lejano, ‘hippy’ en su adolescencia, vistiendo chaleco de anorak y pin de Vox. Feliz Navidad, el turrón más duro. 

Ideología algo nostálgica

Del mismo modo que de adultos descubrimos que ese dicharachero tío que se arrancaba a cantar villancicos en los entrantes tenía un problema con el alcohol, también podemos caer en que ese otro tío que parecía dispuesto a arreglar el mundo era en realidad de ideología algo nostálgica.

Así que para estas fechas, lo mejor es que en lugar de la biblia, en todas las casas haya varios libros antifascistas (recomiendo ‘Facha. Cómo funciona el fascismo y cómo ha entrado en tu vida’). Discutir es inútil, pero si toca hacerlo, mejor que nos pille armados. Si no se puede hablar, al menos podemos calzar una mesa o tirarlo cariñosamente a la cabeza de nuestros seres queridos justo en el redoble de la interpretación de Raphael del ‘Tamborilero’.