CINE
'El libro de imágenes': los añicos de la civilización
La nueva película de Jean-Luc Godard, demuestra que, a sus 88 años, el que fuera pionero de la Nouvelle Vague sigue siendo un planeta en sí mismo
Si usted ha visto alguno de los largometrajes experimentales previos que Jean-Luc Godard ha completado en las últimas dos décadas –'Nuestra música' (2004), 'Film socialisme' (2010) y 'Adiós al lenguaje' (2014)– ya sabrá qué esperar de su nueva película. En 'El libro de imágenes', eso sí, el maestro francés lleva su gusto por el 'collage' al extremo; es su primera película que prescinde por completo de la figura del actor, y la primera que parece compuesta únicamente de material preexistente.
Como en su miniserie de videoensayos 'Histoire(s) du Cinéma', aquí Godard orquesta una sucesión apenas asimilable de textos hablados e impresos, fragmentos televisivos y de películas –también de varias de las dirigidas por él— y de vídeos de YouTube, fotografías y reproducciones de obras de arte y otras fuentes visuales y sonoras.
Los momentos se pisan los unos a los otros y las ideas se superponen, y ni los unos ni las otras llegan a completarse. Las imágenes se difuminan, se distorsionan, se saturan, se ralentizan se degradan y se congelan; el sonido viene y va, y por encima de él oímos la estropajosa voz en off del propio Godard, que habla y recita y, en un momento dado, hasta tose.
El declive de la palabra
Sería una ingenuidad preguntarse por el significado de todo ello. Solo alguien realmente familiarizado con todas las películas y todos los pensamientos filosóficos o políticos y todos los poetas o novelistas citados en 'El libro de imágenes' sería capaz de aventurar cómo conectan todas esas referencias entre sí, y hasta es posible que ni el propio Godard fuera capaz de dar ese tipo de respuestas –explicarse es algo que nunca le ha interesado lo más mínimo–. La película parece reflexionar sobre el poder icónico de las imágenes y sobre el declive de la palabra; también habla de la mecanización del genocidio que tuvo lugar durante el Holocausto y de la incapacidad de Occidente para entender el mundo árabe; habla de trenes, de flores, de Johnny Guitar, del fracaso de Europa y de la mortalidad de su propio autor, y mientras lo hace, en ningún momento deja de ser una obra agresivamente opaca.
Para quienes se empeñen en resolver el embrollo, contemplarla puede ser algo parecido a una pesadilla. Es mucho más sensato tomársela como una experiencia visual, sonora y hasta física, capaz de revolvernos los sentidos del mismo modo que un viaje en montaña rusa nos revuelve las tripas, y de la que uno vuelve con la sensación de haber sido testigo de cómo la historia entera de la civilización era hecha pedazos en la pantalla y reducida a cenizas.
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