CINE
Sangre azul que quiere ser roja
'El rey de los belgas' es una encantadora reflexión sobre la monarquía mezclando 'road movie' y falso documental
Eyjafjallajökull. Una palabra inolvidable. Porque no hay forma humana de pronunciarla y porque da nombre al volcán islandés que en el 2010 bloqueó el tráfico aéreo europeo y nos sumió durante un par de días en la paranoia apocalíptica.
'El rey de los belgas' nació inspirada en ese momento deliciosamente absurdo y, en concreto, en una anécdota derivada de él: cómo el entonces primer ministro estonio, atrapado en Estambul tras la erupción volcánica, se vio obligado a volver a su país en minibús, como si en lugar de ser líder de una nación fuera un cantante de polcas que va de bolo en bolo.
El monarca del título es Nicolás III, un hombre atrapado en una vida dictada por el protocolo que con el tiempo ha llegado a ser incapaz de saber lo que piensa o siente; es casi un robot. Tanto es así que la autoritaria reina decide contratar a un cineasta británico para que ruede un documental destinado a mejorar la imagen de la familia real y de su sombrío marido.
'MOCKUMENTAL': UN DOCUMENTAL DE MENTIRA
A través de la cámara de ese director (a quien tratan, sin éxito, de imponer el tipo de censura que haría feliz a Kim Jong-un) vemos lo que sucede. 'El rey de los belgas', pues, es lo que conocemos como 'mockumental': un documental de mentira.
En pleno rodaje, durante un viaje oficial de Nicolás III a Estambul, Valonia declara su independencia de Bélgica. Hay que volver a Bruselas urgentemente. Pero las redes telefónicas están caídas y todos los vuelos, cancelados por una tormenta solar. El rey y su séquito deberán cruzar los Balcanes por tierra.
Tras salir de territorio turco disfrazados de mujer, vivirán una versión esperpéntica de la 'Odisea' homérica llena de viajes en tractor, ambulancia y barca, certámenes de cata de yogur, apariciones casuales de muñecos Kukeri -quien haya visto 'Toni Erdmann' sabrá de qué hablamos— y generosos tragos de rakia.
REFLEJO DE UN VIAJE METAFÍSICO
Como en toda 'road movie' que se precie de serlo, el viaje geográfico es aquí reflejo de un viaje metafísico. El rey nació para vivir en su torre de marfil rodeado de ceremoniales vacíos pero ahora, obligado a interactuar con gente real que no le conoce, logrará con sus acciones hacerse merecedor de la nobleza que le vino regalada al nacer.
La incongruencia que la monarquía encarna y la soledad consustancial a su ejercicio son asuntos que invitan a la sorna y el ensañamiento, pero la mirada de los directores Jessica Woodworth y Peter Brosens sobre este sosias de Ulises es tan humana y compasiva que casi nos permite comprender y empatizar con aquellos cuya mera existencia va en contra de la democracia. Casi.
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