El perdón de los pecados SA
Tal vez Barcelona expía su deriva turística a través de las obras de la Sagrada Família
El pasado 14 de abril, el colectivo Arquitectes per l'Arquitectura (AxA) celebró en el Ateneu Barcelonés la primera de tres jornadas dedicadas al turismo, objeto de ineludible discusión en la campaña electoral que anoche dio comienzo, y para aquella ocasión los organizadores tuvieron la osadía de invitar a Juan José Lahuerta, un intelectual iconoclasta en general y, en particular, de la idolatría que se rinde a Antoni Gaudí. Mucho se ha escrito sobre la obra cumbre de Gaudí, la Sagrada Família. Es lo más visitado de la ciudad, más de tres millones de almas al año, lo cual ha propiciado la consabida depauperización comercial de su entorno. También es una obra arquitectónicamente muy discutida. El propio Lahuerta resumió un día con solo dos palabras, «gigantesco bibelot», lo que opina sobre la cosa. Pero en el debate de AxA quiso abrir otro frente de controversia que (es una pena), nadie del público se animó a seguir. Recordó que la Sagrada Família es un templo expiatorio y, ¡narices!, se preguntó qué pecados tiene que expiar Barcelona hoy en día como para sufrir aún su construcción.
Lo dicho, en el debate posterior nadie tiró del hilo. Fue animado, pero repetitivo sobre lo ya sabido: la saturación del centro, la pérdida de la identidad, los sueldos precarios del sector… El tema de la expiación iba a quedar sin respuesta hasta que, pocos días después, como en un teatral deus ex machina, Julio Carbó, fotógrafo de EL PERIÓDICO, se acercó con uno de sus entusiastas «mira qué tengo». Como otras veces, había retratado lo que pasa inadvertido, ¡esta vez en la Sagrada Família! Un agente de seguridad, con los brazos cruzados, posición cachas, vigila mientras un empleado del templo saca unos eurillos del buzón de los donativos situado frente a la Fachada del Nacimiento.
Las fotos pueden ser a veces editorializantes. En 1994, por ejemplo, en mitad de una campaña electoral, Javier Arenas se hizo fotografiar leyendo el Financial Times mientras un limpiabotas le sacaba lustre a sus zapatos. Sus adversarios definieron la foto como un estriptís ideológico. Arenas intentó remendar su metedura de pata. Dijo que los zapatos solía limpiarlos él en casa con Kanfort. Fue inútil. Su imagen había caído a la altura del betún.
Total, que ahí está la ceremonia del vaciado del cepillo de la Sagrada Família. Si se amplia la imagen con un programa de tratamiento de fotos se suman unos 50 euros, cuatro perras al lado de los más de 40 millones de euros que se supone que factura cada año con la venta de entradas y los suvenirs esta celestial empresa. Eso es mucho expiar.
Hay que recordar el contexto histórico con el que se levantaron los primeros muros de la Sagrada Família. La Barcelona de hace un siglo era la rosa de fuego, la del anaquismo y la de las ideas utópicas, también la de los pistoleros y de las orsini. Se supone que eso era lo que había que hacerse perdonar. La fórmula no era nada nuevo bajo el sol. La Roma del renacimiento se construyó así, a base de vender indulgencias. Y la Sagrada Família se levanta a partir del obligado donativo de los visitantes, 15 euros la entrada básica. Es caro, pero hay que reconocerle a los responsables del templo que, a cambio, relajan sus exigencias morales, y al recinto se puede acceder mostrando muslo, nada que ver con la Catedral, donde junto a la puerta ejerce de Daniele da Volterra, Il Braghettone que le calzó gayumbos a los desnudos de Miguel Ángel, un tipo muy simpático, Julio Napolitano, contraportada tiempo atrás de este diario porque su profesión se las trae.
La conclusión ya se intuye. Los pecados que hoy expía Barcelona, si se acepta que se ha vendido a cambio de dinero, y eso tiene un nombre, no son los cruentos de hace un siglo, pero no son tampoco veniales. En la Sagrada Família se supone que se limpian por 15 euros. No más. El otro día, una guardia de dos horas frente al cepillo a la espera de un donante, por aquello de calzar aquí un entrecomillado, fue inútil. El remedio fue abordar a un visitante y preguntarle si le gustaba el templo. Dijo que sí. Puede que notara que no le creí, así que abrió su mochila y me enseñó lo que había comprado en la tienda del templo. Una réplica de sobremesa. Un minúsculo bibelot.
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