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Guillem López Casasnovas

Guillem López Casasnovas

Catedrático de Economía (UPF). Exconsejero del Banco de España.

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Promesas electorales y gestión pública

A muchos ciudadanos les extraña el peso que tienen los impuestos en su renta, pero más sorprendente aún es que no seamos más exigentes con la manera como se gastan esos recursos

La familia tipo destina un tercio de sus ingresos a pagar impuestos

La familia tipo destina un tercio de sus ingresos a pagar impuestos

Me sorprende que sorprenda, todavía, a muchos ciudadanos, cada vez que sale en los medios, el peso que representa la fiscalidad y las finanzas públicas en la renta de los ciudadanos. Se comentaba recientemente que un tercio de la renta de las familias, más o menos, se la comen los impuestos. En el pasado, era un clásico de este diario el artículo de Agustí Sala que identificaba cuántos días al año los ciudadanos ‘trabajan’ para pagar el coste del sector público que tenemos. Pero está claro que, si el peso del gasto de las Administraciones Públicas equivale a más del 40% del PIB, a pesar del déficit con el que financiamos estos gastos, el cálculo sobre la renta ciudadana no puede ser muy diferente. Y, si a este impacto le suman el que impone la regulación pública que va a cargo del ciudadano (recuerden: la ITV, el seguro obligatorio y otros), no puede sorprender que, en términos medios, la mitad y no un tercio de la renta generada (el PIB) vaya a la tesorería pública. De forma que más de la mitad de la vida laboral la destinamos a pagar impuestos e ingresos asimilables, a todo tipo de administraciones, con pagos coactivos forzados. Y no la mitad, seguro que algunos mucho más de la mitad, sea porque son muy ricos o porque hay quienes pagan aquello que otros no pagan; ya sea porque son muy pobres y están exentos, ya sea porque evaden los pagos y cometen fraude siendo muy ricos.

De manera que lo que a mí me sorprende es que, desde esta realidad, no seamos todos más exigentes con la manera como el sector público gasta los recursos que la sociedad pone en sus manos. No discuto, con esto, ni la cuantía global ni la definición de las políticas que, legítimamente, presentan los partidos y obtienen el espaldarazo electoral correspondiente. Son cuestiones, estas, que tienen más de ideología que de análisis técnico. Lo que cuestiono no es el 'qué' o el 'para qué', sino el 'cómo' del gasto público, la manera como se gestionan estos recursos. Se hace a niveles de eficiencia reconocidamente bajos, en el que los procedimientos pesan más que la adecuación de los medios a los objetivos que sirven. Estas pérdidas reducen las prestaciones reales decididas, y también las que no se puedan ya incorporar, por razonable que sea la finalidad de equidad que se considere, por falta de recursos.

Si nos tomamos seriamente el gasto público, nos tenemos que preguntar, además, la lógica de financiarlo con déficit y deuda, trasladando los problemas de financiación a las generaciones futuras. O las razones de forzar la vía administrativa en la prestación de aquellos servicios que no incorporan principios de autoridad ni se ejercen con potestad. O el sobrecoste que suponen las inversiones que se eternizan en el tiempo y que se desvían de los presupuestos iniciales por la falta de control de la ejecución en el kilómetro cero. O la interferencia política enquistada en las decisiones de revisión temporal de los proyectos. Sabiendo, así, el coste de oportunidad que tiene para los contribuyentes el hecho de pagar para recibir beneficios de las políticas públicas, cuando estas no están focalizadas, no tienen perdón. Políticas para las cuales quienes contribuyen acaban, a menudo, siendo los mismos que quienes reciben los servicios, solo con la intermediación positiva de quienes los intermedian (!). La buena gestión del dinero público ciertamente tendría que ser prioritaria.

En definitiva, si fuéramos totalmente conscientes de lo que representa la intervención pública, en positivo y negativo, para el bienestar de las familias, exigiríamos estos días, de las promesas electorales que se hacen, más rigor sobre su efectividad, a la vista de cómo se piensan gestionar, con el recordatorio de que nadie tiene que poder prometer aquello que no puede cumplir, y que hay que decir como se piensan financiar o qué prestaciones alternativas habrá que sacrificar.

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