Opinión | VERDIALES
Periodista y escritora
Inés Martín Rodrigo
Periodista y escritora
Después de catorce años en el área de Cultura del periódico ABC, en junio de 2022 se incorporó al grupo Prensa Ibérica y en la actualidad forma parte del equipo del suplemento literario 'Abril', además de escribir artículos de opinión. En 2022 ganó el Premio Nadal con la novela 'Las formas del querer'. Es autora de la ficción biográfica 'Azules son las horas' (2016), la antología de entrevistas a escritoras 'Una habitación compartida'' (2020), el cuento infantil 'Giselle' (2020) y el ensayo 'Una homosexualidad propia' (2023). En 2019 fue seleccionada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en el programa '10 de 30', que cada año reconoce a los mejores escritores españoles menores de 40 años.
No volveremos a ser jóvenes
Los años que yo cumpliré dentro de cuatro días, 41, fueron los últimos que mi madre celebró, y me doy cuenta de que nunca me he puesto en su lugar
Mi vida sin mí es una de mis películas favoritas y, también, con la que más he llorado. La primera vez que la vi, en el cine, recuerdo que empecé a derramar lágrimas saladas (me acuerdo del sabor porque eran bien abundantes, de esas que te llegan hasta la comisura de los labios) en una escena del final. Seguí llorando cuando salí de la sala, absorbiendo con disimulo los mocos cristalinos que acompañan siempre al llanto desconsolado, y continué haciéndolo en el camino a casa, donde por fin logré calmarme.
En España se estrenó, según la plataforma Filmin, en la que se puede alquilar, el 5 de marzo de 2003. Hacía casi seis años que mi madre había fallecido y yo transitaba aún, con un dolor inefable, por el largo túnel del duelo. De ahí que el argumento de aquella película, con la que descubrí el cine de Isabel Coixet, me afectara tanto. Es la historia de Ann, una joven que vive en una caravana con su marido y sus dos hijas pequeñas. Después de sufrir un desmayo repentino, le diagnostican un cáncer terminal que decide ocultar a su familia.
Lejos de sucumbir al abatimiento, Ann elabora una lista de las cosas que quiere hacer en los dos meses que le quedan de vida, entre ellas “decirles a mis hijas que las quiero varias veces al día”. Las dos niñas serán las destinatarias futuras de una serie de mensajes que su madre deja escritos para que los reciban a medida que vayan cumpliendo años. Estoy casi segura de que fue en esa escena en la que rompí a llorar hasta el hipo. He tardado más de dos décadas en comprender el motivo de mi llanto. Lloraba, claro, porque me veía reflejada en la pantalla, aquella ficción era el vivo retrato de la orfandad que casi me cuesta la vida.
Pero no sólo lloraba por eso. Lloraba, sobre todo, porque deseaba ser la mayor de esas dos hermanas. Quería que mi madre, durante los dos años que estuvo enferma, hubiera ido redactando, con esa letra suya redonda y clara, de cuaderno de caligrafía, cartas que, con el tiempo, sus hijas recibiríamos en fechas muy marcadas. Tan señaladas como el día de mi 41 cumpleaños, un número en apariencia inocuo, pues ni siquiera es redondo, la década ya la comencé, pero al que llevo temiendo desde que fui consciente, hace no tanto, de que me iba acercando a la edad a la que mi madre murió.
Podría ser ella
Los años que yo cumpliré dentro de cuatro días fueron los últimos que ella celebró. Y me doy cuenta de que nunca me he puesto en su lugar. Siempre he ocupado el mío. Pero ha llegado el momento de dejar de ser aquella adolescente que perdió a su madre y decidió que sin ella la vida no merecía la pena. Porque yo podría ser ella. Podría padecer cáncer y fallecer terriblemente joven. Habría vivido un puñado de años, sí, y los habría disfrutado.
Habría tenido una infancia relativamente feliz. Habría estudiado en la universidad. Habría viajado por Europa: Venecia, Florencia, París, Brujas... Habría empezado a dar clases de Geografía e Historia en un instituto. Habría conocido a un joven, amigo de un amigo, del que me habría enamorado y con el que me habría casado. Habría tenido dos hijas a las que habría querido con la sensata locura de quien confía en la inmortalidad de las madres. Habría empezado a sufrir cólicos horrorosos. Habría ido de un médico a otro en busca de un diagnóstico.
Habría empezado a alegrarme por la pérdida de peso que se debía, sin que yo lo supiera, a la enfermedad que empezaba a devorarme por dentro. Me habrían dicho, finalmente, que aquellos dolores desgarradores se debían a un tumor maligno. Me habrían palpado ese tumor. Me habría sometido a interminables sesiones de quimioterapia. Habría vomitado hasta perder la conciencia. Me habrían operado inútilmente. Me habrían ingresado en un hospital para recibir cuidados paliativos. Me habrían sedado. Habría muerto.
Pero, antes de todo eso, en un momento de desoladora lucidez, en mitad del tratamiento, habría escrito una carta que mi hija mayor recibiría el día de su 41 cumpleaños. Al abrirla, encontraría este poema de Jaime Gil de Biedma: “Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde / -como todos los jóvenes, yo vine / a llevarme la vida por delante. / Dejar huella quería / y marcharme entre aplausos / -envejecer, morir, eran tan solo / las dimensiones del teatro. / Pero ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma: / envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”. Mi madre no volverá a ser joven, y yo tampoco.
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