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Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

Ucrania condiciona el futuro de la UE

El presidente ruso, Vladímir Putin, antes de jurar el cargo para su nuevo mandato, este martes en Moscú.

El presidente ruso, Vladímir Putin, antes de jurar el cargo para su nuevo mandato, este martes en Moscú. / SERGEI BOBYLYOV / AFP

La coreografía de la toma de posesión de Vladimir Putin el último martes reunió todos los ingredientes de una coronación. El presidente de Rusia inicia su quinto mandato con una guerra expansiva –imperial, puede decirse– en Ucrania, una alianza estratégica de límites imprecisos con China, una cooperación necesaria con Irán y una presencia intensiva en el Sahel, favorecida por la retirada europea de la región, con Francia en primer lugar. Al mismo tiempo, la relación de Rusia con Estados Unidos conoce los peores momentos desde los peores días de la guerra fría y el pulso de la Unión Europea se altera con harta frecuencia con las referencias a la amenaza nuclear a las que Moscú recurre a cada poco (la última vez, el anuncio de unas maniobras). Atravesado el escenario por actores secundarios –Hungría, Eslovaquia– que debilitan la unidad europea por su apego a Rusia y por actores principales del llamado Sur global, alejados de la política de sanciones articulada por Occidente y del apoyo a Ucrania, siquiera sea este solo verbal.

El historiador alemán Karl Schlögel, especialista en historia de Rusia, titula su último libro El porvenir se juega en Kiev. Sostiene el autor que Ucrania, despegada de la influencia o la tutela rusa, se situaría en el centro de Europa, que es tanto como decir que la cultura política europea llegaría hasta el corazón de lo que la cultura política rusa entiende parte irrenunciable de su identidad nacional. En la práctica, Ucrania se convertiría en una plataforma para llevar hasta Rusia un modelo incompatible con la idea de poder que encarna Putin, mezcla de nacionalismo, autocracia y culto a la personalidad. En esa disputa o confrontación es de una enorme complejidad encontrar un punto de equilibrio que garantice la seguridad europea a ambos lados de la divisoria y preserve la soberanía de Ucrania.

De ahí que haya causado sorpresa que el embajador de Francia en Moscú haya asistido a la ceremonia de inicio de mandato de Putin. Porque mientras la presencia de los embajadores de Hungría, Eslovaquia, Malta, Chipre y Grecia a nadie sorprende y no altera los datos esenciales del problema, la del representante de la segunda economía de la UE resulta difícil de explicar (los otros seis integrantes del G7 se cuidaron de no asistir a la entronización). Asoma en todo ello la complejidad de preservar la cohesión europea en situaciones extremas y aun la utilización de la crisis ucraniana en el ámbito de la política interior y de una campaña electoral, la de las europeas, que presagia un mal resultado para el conglomerado de centro que lidera Emmanuel Macron.

Poner límites a la fragmentación es un asunto esencial cuando se alude a la refundación de la UE, un concepto que aparece con frecuencia en las digresiones sobre el futuro de los 27 y la necesidad de actualizar los instrumentos de cohesión interna antes de adentrarse en la gestión de nuevas ampliaciones –la adhesión de Ucrania, entre ellas–, todas llenas de dificultades. Y ahí son de especial importancia dos capítulos: la política exterior, sometida a la regla de la unanimidad, y la autonomía estratégica, que ha ganado partidarios, al menos teóricos, después del Brexit, pero que requiere revisar dos constantes políticas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la relación con Estados Unidos y el peso de la partida de defensa en el presupuesto de los estados, muchos de ellos lejos de alcanzar el 2% requerido por la OTAN.

Abordar estos asuntos mientras se prolongue la guerra de Ucrania es poco menos que imposible. La larguísima gestación de la ayuda aprobada por el Congreso de Estados Unidos para garantizar la capacidad de resistencia de Volodimir Zelenski, unida a la imposibilidad práctica de que los socios europeos llenaran el vacío si los republicanos no levantaban el bloqueo a una partida de 60.000 millones de dólares, ha puesto en evidencia los límites del papel que puede desempeñar Europa en una crisis cuyas necesidades la desbordan. La perspectiva de una larga guerra de posiciones a partir del fracaso de la contraofensiva ucraniana del verano de 2023 proyecta una sombra alargada sobre la UE; la adaptación de Rusia a un conflicto sin fecha de caducidad, también.

Toda cultura popular maneja estereotipos y la rusa no es una excepción. En su seno, Ucrania es “un país sin historia, un pueblo campesino, un idioma sin particularismos, una identidad flotante”, según lo resume Alexandra Goujon en un ensayo publicado el año pasado. La legitimación de la guerra por Putin se fundamenta en la negación de una identidad ucraniana diferenciada de la rusa, un punto de partida que puede creer de aplicación en otros lugares –Georgia, Moldavia– donde Rusia renunció hace decenios a respetar “un orden seguro” (Richard Salowa), y donde la OTAN creyó poder cerrar un perímetro de seguridad desde el Báltico al Cáucaso.

Se atribuye a McGeorge Bundy, que fue consejero de Seguridad Nacional de los presidentes John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson, la siguiente conclusión: los europeos son sólidos en la paz y débiles en las crisis. Decía Henry Kissinger que cuando necesitaba hablar con Europa no sabía qué número debía marcar. Puede que la parte telefónica del problema esté en parte solucionado, pero la debilidad, quizá más apropiadamente la vulnerabilidad, sigue presente cuando arrecia una tormenta, cuando un desafío pone a prueba la unidad. Hay en la cultura política europea desde la posguerra el compromiso de preservar la paz mediante un orden seguro, pero cuando cunde el desorden se manifiestan la falta de cohesión y los intereses cruzados de todo orden de los estados. Superar esa lógica es indispensable para contener al zar ungido.