Javier Puga Llopis
Pivot
Alguna vez lo vi paseando por mi barrio, las manos cruzadas a su espalda, con ese ritmo del que se sabe en paz consigo y que espera alguna sorpresa más de la vida, siempre con la curiosidad alerta, el mejor remedio contra la vejez, según decía
El 6 de mayo murió Bernard Pivot a los 89 años. La primera vez que supe de él, durante mis primeros escarceos con la lengua francesa, fue a través de José Luís de Vilallonga, al que oí decir en el Ateneu de Barcelona, con su exagerado aplomo, que en París, cuando se emitía "Apostrophes" - el famoso programa literario de Pivot - los viernes por la noche, la gente no salía a sus "soirées" hasta que había terminado. Todo un país pendiente de una tertulia literaria que se había convertido en una misa laica, durante quince años ininterrumpidos. Chapeau. El Canal 33 de la televisión catalana -no todo era adoctrinamiento- repuso los mejores "Apostrophes" durante varias semanas en los primeros dos mil. Para alguien que estaba empezando a manejar una lengua que, a diferencia del inglés, no se entiende sin la cultura aneja, pues en Francia la cultura es la lengua, ver a Pivot dirigir aquella orquesta semanal de intelectuales resultaba tremendamente inspirador. A menudo los invitados parecían de vuelta de la vida o directamente al borde del suicidio al empezar el programa. Pivot, con su amable inquisición, su sonrisa tranquila y sus cejas siempre erizadas entre el incienso indeleble de humo de tabaco, conseguía revivir a ese sínodo de malhadados y sacar lo mejor de ellos. En esa terapia de grupo, como el mejor psicoanalista, aligeraba los espíritus y los hacía volar. Era un presentador magnífico, pues siendo mucho más culto e inteligente que sus invitados, conocía bien el ego y el nervio de los escritores, grandes narcisistas por lo general, divos tan gigantescos como deprimidos, y sabía estar en su sitio y ensalzarlos sin pleitesía, desafiarlos con humor y sin agresividad periodística, y, en definitiva, otorgar rostro humano a quien, las más de las veces, no era sino un nombre en una portada, una foto en una contraportada o un mito viviente y desconocido al que el público no le ponía voz siquiera. De las innumerables entrevistas que hizo, hay algunas memorables, como aquella a Nabokov en que el escritor aparecía parapetado tras una trinchera de libros, y leía, preso de su timidez, las respuestas a las preguntas que exigió le pasaran por escrito previamente, pues el miedo escénico le doblaba el brazo a su brillantez intelectual. O la de Marguerite Duras, explicando el proceso creativo casi como una epifanía en la que esparcía sobre el papel las palabras que le sobrevenían, y, a partir de ahí, con esos mimbres, urdía las frases que luego se convertían en el cesto de sus libros.
Pivot echó del plató a un Bukowski totalmente borracho, fue de los primeros en entrevistar a Solzhenitsin tras el gulag, y también cometió errores, como reírle las gracias a un pederasta como Gabriel Matzneff, un escritor que se jactaba de corromper a menores, en un momento en que Francia perdonaba todo a sus intelectuales, como popes de la República que son, del mismo modo que en España no se acaba de castigar a los curas que hicieron lo propio. En todas partes cuecen habas. Me impactó especialmente la confesión llena de sensibilidad y pudor de Georges Simenon tras el suicidio de una hija que nunca superó el complejo de Electra hacia su carismático padre, sus excusas desesperadas por no poder llegar al amor físico con su querida Marie-Jo, como si acaso el incesto la hubiera podido salvar de la muerte. Terrible dilema de un hombre destrozado que se aferra a su pipa como toda tabla de salvación durante la entrevista. Y los ojos vivaces de Marguerite Yourcenar, y su sutil distinción entre escritor y erudito, absolutamente liberadora para los que nos queremos lo uno y no somos lo otro. Pivot fue un crítico literario y bon vivant, al que le gustaba el vino, el fútbol y las mujeres -dicho por él-. Pura contracultura hoy en día. Alguna vez lo vi paseando por mi barrio, las manos cruzadas a su espalda, con ese ritmo del que se sabe en paz consigo y que espera alguna sorpresa más de la vida, siempre con la curiosidad alerta, el mejor remedio contra la vejez, según decía. Fue durante años presidente de la Academia Goncourt, que falla - a veces en más de un sentido - el premio literario más importante de este país. Con Pivot se va el notario de una época, un pionero que parecía llamado a hacer lo que hizo, pues el azar hace bien las cosas, un sacerdote que fusionó las líneas escritas de los libros y las 625 rayas de la televisión, creando siempre bellas expectativas tras el telón de las notas de Rachmaninoff que abrían su programa. Descanse en paz.
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