Literatura
Miqui Otero

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Leer a Auster, ahora que no hay otro remedio

El escritor sabía que el azar desordena las vidas y ordena las ficciones

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Paul Auster

Paul Auster / Siri Hustvedt

Si un rayo no hubiera fulminado a su amigo adolescente en un campamento de verano, si su abuela no hubiera cosido a balazos a su abuelo con un revólver, si él no hubiera enviado la número 18 tras las 17 cartas de rechazo de su libro, si cierta noche de diciembre de 1978 (cuando tenía treinta años y había perdido la esperanza de ser escritor) no lo hubieran llevado a ver una coreografía que le inspiró, al punto de pasar la noche en blanco escribiendo (una noche tras la que amaneció con la llamada que le anunciaba que su padre había muerto de un infarto, padre sobre el que levantaría su primer libro de éxito), si no hubiera reunido la confianza y el aplomo para posar en las fotos con camisetas de Princeton o chupas de cuero con cuello de borreguito (la mirada siempre sobre dos bolsas azules envueltas en el humo del piti)… si nada de eso hubiera pasado, Paul Auster habría muerto del mismo modo, pero no habría vivido la misma vida, así que no habríamos leído lo que ha dejado escrito ni yo, por supuesto, estaría escribiendo estas líneas.

Paul Auster sabía (y, de hecho, era un maestro en el uso de este recurso) que el azar desordena las vidas y ordena las ficciones. Por ejemplo, uno de sus personajes, Nathan Glass, padece un cáncer de pulmón, del que se salva y que le sirve como toque de atención para regresar a Brooklyn y ponerse a contar todo lo que le rodea, repaso que se convierte en 'Brooklyn Follies', una de las novelas más celebradas del autor, publicada en 2005. Paul Auster padece en la vida real esa misma enfermedad, de la que finalmente no se salva y de la que, por tanto, no sale una epifanía sino un obituario. O muchos. El azar, por así decirlo, presenta la misma situación, que lamentablemente se resuelve de un modo distinto en la ficción y en la realidad.

Reservo este párrafo para contar una anécdota, más por 'austeriana' que por personal. Lo hago aquí, más allá del muro de pago y tras las primeras líneas de cortesía, por pudor y por jerarquía de interés (lo sé: son odiosos los textos que se empeñan en calzar alguna pincelada autobiográfica traída vagamente al hilo de una muerte célebre). El caso es que, horas antes de saberse la noticia del deceso, estaba en Bilbao promocionando mi última novela. Una periodista joven me preguntó qué le diría a todos esos jóvenes que sueñan con ser escritores. “Que lo hagan si no tienen otro remedio, si les resulta imposible no hacerlo”, le dije. Nada más soltar la sentencia me pareció tremendamente solemne y algo presuntuosa, poco típica de mí, como dicha por otra persona desde otro sitio.

Horas después, algunos textos necrológicos (y alguno necrofílico) recordaban lo que había contestado Auster a la misma pregunta: “No lo seas. No seas escritor. Es una forma terrible de vivir tu vida. No hay ninguna ganancia más allá de pobreza y oscuridad y soledad. Si de todos modos te apetece todo eso, lo cual demostraría que ardes en deseos de hacerlo, entonces, adelante”.

Es curioso cómo tenemos asimilada la mirada del mundo de Paul Auster y también cómo aparecen sus juegos de espejos en cualquier esquina. Los descubrimos en compactos de colores a los veinte, antes de disfrutar de sus predecesores (Roth, Bellow) y también de sus sucesores (Lethem, Chabon). Y también es curioso, o más bien sintomático, cómo hablaba de escribir desde ese pesimismo y, sin embargo, de leer con otro tono rotundamente distinto: “Leer era mi válvula de escape, mi desahogo y mi consuelo, mi estimulante preferido”. Leer es, además, la única manera de devolverlo a la vida ahora que no va a escribir, ni a sufrir, más. Ahora que no hay otro remedio.

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