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Ciudades sostenibles

Encontrar recetas para crear ciudades más sostenibles forma ya una parte central de la gestión urbana. Tanto para evitar la huella ecológica en forma de consumo de recursos finitos y emisiones contaminantes y de efecto invernadero como para paliar los efectos de los cambios climáticos

La calle de Consell de Cent, en su intersección con Enric Granados.

La calle de Consell de Cent, en su intersección con Enric Granados. / JORDI OTIX

La opción de este diario de situar el objetivo de un progreso compatible con la sostenibilidad del planeta no solo tiñe la selección cotidiana de informaciones y análisis que proponemos a nuestros lectores: también dedicamos con una periodicidad constante un espacio específico a plantear un aspecto concreto de los problemas ambientales a los que nos enfrentamos y las soluciones que deberíamos buscar. Problemas y soluciones concretos pero que no pueden entenderse fuera de un marco global (nuestra P de Planeta). Hoy ponemos el foco en las ciudades, el ámbito en el que vive la mayor parte de la humanidad y se consumen la mayor parte de sus recursos. Espacios que si alguna vez fueron concebidos como un hábitat artificial, aislado del entorno, a resguardo de las inclemencias del medio natural, ahora sabemos que nunca han dejado de formar parte de ecosistemas más amplios, y que han contribuido a su degradación al mismo tiempo que sufren los efectos del cambio climático en curso.

Encontrar recetas para crear ciudades más sostenibles forma ya una parte central de la gestión urbana. Tanto para evitar la huella ecológica en forma de consumo de recursos finitos y emisiones contaminantes y de efecto invernadero como para paliar los efectos de los cambios climáticos, sea en forma de temperaturas asfixiantes, escasez de recursos hídricos o contaminación atmosférica. Repasamos hoy algunas de estas respuestas que están ensayando ciudades de todo el mundo: hay urbes que han asumido un papel de avanzada, o que han puesto sobre la mesa soluciones originales, pero si abrimos el foco no es difícil concluir que hay muchas estrategias comunes, adoptadas por ciudades en las que la sensibilidad ambiental ha conseguido ser asumida socialmente, bajo contextos culturales y orientaciones políticas muy diversas. La ampliación de los espacios verdes y peatonales, la limitación del uso del vehículo particular y la prioridad a la movilidad personal eléctrica como alternativa al transporte público, la generación local de energía, la reducción de residuos y su reciclaje circular... Nuestras ciudades, desde una Barcelona que ha asumido un papel de laboratorio urbano (con aciertos que han normalizado cambios antes impensables y errores y dudas por resolver que han de servir de ejemplo de futuro) han normalizado el regreso de la bicicleta a las calles, la presencia de placas solares en sus cubiertas, la renovación de los sistemas de gestión de residuos, la regeneración de espacios antes insoportablemente degradados como el Besòs a su paso por Santa Coloma de Gramenet o Sant Adrià...

Algunas de estas transformaciones han supuesto y supondrán renuncias o incomodidades. Es inevitable. Pero no deberían convertirse en factores de desigualdad. La ciudad de los 15 minutos, por ejemplo, puede ser alcanzable, pero si es privilegio solo viable para unos pocos mientras los profesionales no cualificados deben vivir en una ciudad de 60 o 90 minutos cada vez más periférica y con un transporte público deficiente no solo no se estarán logrando todos los objetivos necesarios sino que se abrirá la puerta a la reacción climática que ya están explotando los populismos de derechas. Y eso puede suceder en cada cambio que no se pueda ver como una oportunidad, sino como un sacrificio, y repartido de forma desigual. Desde este punto de vista, cualquier política urbana (empezando por la de vivienda o movilidad) ya es inherentemente una política ambiental.