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Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

La revolución de los claveles, entre la emoción y la Realpolitik

Imagen del 30 de octubre de 1979 en la que Mário Soares aparece junto a Willy Brandt, Leopold Senghor y François Mitterrand en un encuentro de líderes socialistas en Lisboa.

Imagen del 30 de octubre de 1979 en la que Mário Soares aparece junto a Willy Brandt, Leopold Senghor y François Mitterrand en un encuentro de líderes socialistas en Lisboa. / EFE / MANUEL MOURA

El próximo jueves se cumplirá medio siglo del golpe militar que liquidó en horas la dictadura en Portugal y encauzó el futuro por la senda democrática. La revolución de los claveles, de los capitanes, de la euforia desatada en las calles de Lisboa fue algo más que el final de un régimen ensimismado: fue el inicio del periodo de liquidación de las dictaduras mediterráneas, la confirmación de que el laberinto tenía salida, forzosamente diferente según se tratara de Portugal, Grecia o España. Fue también un ejercicio necesario para aprender a vivir en la incertidumbre, vista la dimensión de las incógnitas que se abrieron en Portugal el 25 de abril de 1974.

Antes del golpe había cundido en la sociedad portuguesa una cierta convicción de inevitabilidad, de que los herederos del salazarismo eran gobernantes tan ineficaces como inamovibles que habían llevado al país a un estado de postración permanente, condicionado todo por el coste humano y económico de las guerras de África. Después del asalto al poder de los uniformados que llevó al exilio a Américo Tomás, Marcelo Caetano y sus colaboradores más inmediatos, se concretaron las contradicciones que debía superar una sociedad liberada, la envergadura del reto que era construir de nueva planta un régimen democrático. Al mismo tiempo, se hizo patente lo que muchos habían vaticinado: que la dictadura era incapaz de reformarse desde dentro, y así el intento de un grupo de reformistas de lograr tal cosa, presentes en la última Asamblea de la segunda republicana, fue un sonoro fracaso y llevó a sus promotores a abandonar sus escaños.

Hay también en el recuerdo de los días de hace medio siglo ingredientes muy relevantes de la política de las emociones, de aquellas fechas en las que todo pareció posible. Pareció incluso que cabía una impugnación de la lógica de la guerra fría, tan presente en la larga vida de las dictaduras portuguesa y española. El recuerdo del nombramiento de Frank Carlucci para hacerse cargo de la Embajada de Estados Unidos en Lisboa, acompañado de una corte de exagentes secretos brasileños, fue la prueba primera de que la orientación progresista de los gobiernos provisionales alarmó en Occidente y de que la resolución del período de tensiones entre facciones en el Ejército y entre los principales partidos se resolvió de acuerdo con tal lógica.

Ni la atmósfera relativamente propicia a la revisión de las leyes de la guerra fría –el programa común de la izquierda (Francia) y el compromiso histórico (Italia)– ni la influencia continental de personajes como Willy Brandt, François Mitterrand, Olof Palme, Enrico Berlinguer y Aldo Moro, entre otros, permitió a los capitanes de abril y a personalidades como Mário Soares, Álvaro Cunhal y Francisco Sá Carneiro salirse de la pauta. La desembocadura de los claveles fue la Realpolitik, con sus exigencias y requisitos. Cuando Mário Soares, ya expresidente, manifestó en cierta ocasión que en el bienio 1974-1975 sabían él y su entorno que no podían cometer grandes errores, se refería muy probablemente a esos pormenores impuestos por la guerra fría, por la condición de Portugal de socio fundador de la OTAN, por la urgencia de que el país, a la salida de la dictadura, diese cuanto antes con la forma de encajar en Europa, de dar con la fórmula para ser un día socio de la llamada entonces Comunidad Europea.

“Es difícil pensar en la libertad cuando se tiene hambre”, dice un personaje de la película Capitanes de abril, a lo que un compañero de armas responde: “Aún nos quedan muchos siglos de hambre”. Representan muy brevemente dos formas de entender cuál debe ser la herencia de los claveles: o bien la política de las cosas o bien las grandes digresiones ideológicas, presentes en cualquier episodio de aceleración de la historia. El escritor Mário Ventura sostuvo durante un tiempo que la socialdemocracia bloqueó el desarrollo de la revolución, pero hacia el año 2000 admitió con matices que la puso a salvo. Ese cambio de postura fue también una forma de Realpolitik: en una Europa en la que Estados Unidos promovió la estrategia de la tensión –conclusión de una investigación auspiciada por el Parlamento de Italia– era una quimera pensar que Portugal podía quedar al margen.

Tal era el peso del alcance universal de la guerra fría que Estados Unidos entendió que el proceso de descolonización era precipitado y la Unión Soviética vio la fractura política en Angola y Mozambique –menos en Guinea Bissau– como una ocasión inmejorable para aumentar su influencia en África. El resultado fueron dos guerras civiles inacabables, alimentadas por las superpotencias mediante el sostenimiento de organizaciones afines. La crisis de los retornados, atribuible en parte a la guerra fría, portugueses residentes en las colonias que regresaron a la metrópoli en los peores días de la descolonización, fue un factor de inestabilidad más en la compleja consolidación de la democracia: en poco tiempo, un país que no llegaba a los nueve millones de habitantes tuvo que hacer frente al desembarco de cerca de medio millón de retornados.

De todas las vicisitudes para sobreponerse a los obstáculos que surgieron después del 25 de abril queda una estela dibujada en la atmósfera política de un país que asoció pronto su reconstrucción a Europa. A finales de 1997, pocos meses antes de la inauguración de Expo de Lisboa, uno de los ejecutivos del equipo de dirección del certamen recordaba que creyó que era posible sacar al país de la irrelevancia cuando venció la revolución, se dejó llevar por el escepticismo cuando el proceso se encauzó dentro de las convenciones europeas y volvió a confiar en el porvenir cuando se asentó la idea de que el régimen democrático era una conquista irreversible. Fue este un largo trayecto personal compartido por muchos que cristalizó en una cultura política en la que la crispación tiene mal acomodo y en la que se respeta razonablemente el consejo de José Saramago: vigilar la salud de la democracia. La decisión de la Alianza Democrática, ganadora de las recientes elecciones legislativas, de no pactar con la extrema derecha y buscar el entendimiento con los socialistas no es una casualidad, sino más bien fruto de una tradición política que tiende a evitar las tempestades.