Los editoriales están elaborados por el equipo de Opinión de El Periódico y la dirección editorial
Editorial
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¿Quemar residuos? ¿Y dónde?
Sobre las plantas urbanas de residuos o energéticas se debe estudiar tanto el traslado como el cambio tecnológico
El frente marítimo de Barcelona y sus ciudades vecinas lleva ya medio siglo (aunque el gran empujón llegase durante los años olímpicos) desterrando de primera línea de mar las centrales de producción de energía, los vertidos y grandes industrias, o modificando la tecnología usada para hacerla compatible con las nuevas áreas residenciales o de ocio que lo han ido transformando. Una nueva Barcelona que nada tiene que ver con esas playas de humo, hulla, coque, escorias y suelos contaminados, en una transformación que generó plusvalías (económicas y ambientales) públicas y privadas.
Las fábricas de gas de la Barceloneta y Poblenou primero abandonaron el carbón, pasaron a la nafta y luego cerraron, entre los años 70 y 90. Las grandes factorías metalúrgicas (Macosa, Maquinista, Can Torras) dieron paso a barrios residenciales en la Barceloneta, Vila Olímpica y Diagonal Mar. Y al 22@, el distrito de la nueva economía. Las centrales térmicas cambiaron el carbón por el fuel, y luego algunas de ellas cerraron (en 1987 las Tres Xemeneies de Poble-sec, en 2011 las de Sant Adrià) o, en el caso de las dsidee la ribera derecha del Besòs, fueron sustituidas por las dos centrales de gas de ciclo combinado (que supusieron una reducción drástica de las emisiones) y la planta incineradora de residuos urbanos de Tersa, alternativa de la mano del reciclaje a los gigantescos vertederos de otros tiempos. Son los últimos restos de ese paisaje heredado de la revolución industrial, cada vez más rodeados de desarrollos residenciales en marcha o en proyecto (y cuestionados por sus antiguos o nuevos vecinos), y de operaciones de regeneración ambiental como la del Besòs.
El más que discutible control de las emisiones de esta instalación que incinera basura no reciclable de toda el área metropolitana ha causado protestas ciudadanas y motivado estudios que han detectado exceso de contaminantes que están en manos de un juez. La multitud de datos disparatados que entregaban los gestores de la planta señalaban que o bien se emitían elementos tóxicos en exceso, o bien, en el mejor de los casos, simplemente no se sabía cuáles ni cuántos eran. En cualquier caso, suficiente para exigir aclaración y para entender la inquietud de los vecinos.
Ahora el Ayuntamiento de Sant Adrià plantea ya no el estricto control del impacto ambiental de estas instalaciones, sino aprovechar la redacción de nuevo Plan Director Urbanístico Metropolitano con el horizonte de 2050 para pedir el traslado de la planta de Tersa. Se trata de un proceso largo. Tanto como el de transformación (urbanística, y también tecnológica) del que venimos y del que sería una etapa más. En primera instancia es necesario extremar el control del impacto ambiental de las instalaciones existentes. La racionalización de su uso (por la necesaria reducción de los residuos no reciclables y por el despliegue de las energías renovables) está ya, o debería estar, en un horizonte inmediato. De cara al hito de 2050 queda otros pasos por dar. Estudiar qué volumen deben tener este tipo de actividades una vez desarrollado el modelo de minimización de residuos en el que avanzamos. Plantear si se pueden desarrollar tecnologías menos contaminantes. Y con la misma vocación transformadora del territorio, analizar si dentro de la metrópolis hay localizaciones donde el impacto de esa futura actividad pueda ser, no trasladado ante las puertas de otros vecinos, sino minimizado aún más.
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