Periodista. Secretario del Comité Editorial de EL PERIÓDICO.
Rafael Jorba
Periodista. Secretario del Comité Editorial de EL PERIÓDICO.
Las 'caricias de las palabras'
El lenguaje que utilizamos, tanto en las relaciones personales como en el espacio público, es el intangible previo para preservar la convivencia y la civilidad
En un reciente viaje a Lyon visité una exposición temporal en el singular Museo de las Confluencias, situado en la punta sur de la península urbana donde confluyen el Ródano y el Saona. La muestra, titulada ‘À nos amours’ (se puede visitar aún hasta el 25 de agosto), explora el amor bajo todos sus registros –el amor a sí mismo, el amor a los otros, la pasión amorosa– y desde todos los códigos culturales. Al final de esta inmersión en aquello que hay de distintivo en nuestra condición humana, se proyecta un audiovisual en el que un psicólogo explica la importancia del lenguaje en las relaciones interpersonales y nos invita a utilizar las ‘caricias de las palabras”.
No es un concepto nuevo. En la misma Francia una lingüista, Marie Treps, publicó en 2011 un libro con este evocador título: ‘Las palabras-caricias. Pequeño inventario afectuoso’. Se trata, sin embargo, de un concepto que hoy se echa en falta, tanto en las relaciones personales como en el espacio público. Las palabras que utilizamos forman parte de las buenas maneras, es decir, el intangible previo para preservar la convivencia y la civilidad. Cuántos conflictos en el plano familiar, tanto en las relaciones de pareja como en la relación con los hijos, podrían evitarse cuidando el lenguaje, utilizando las ‘caricias de las palabras’, en momentos de crisis.
Los niños, por ejemplo, no hacen lo que sus progenitores les dicen que hagan sino aquello que les oyen y les ven hacer: su futuro como adultos estará más marcado por los comportamientos que hayan observado, empezando por el buen uso de las palabras, que por las enseñanzas que hayan recibido. Si las ‘palabras-caricias’ son útiles para afrontar las crisis interpersonales, idéntico argumento es extrapolable al espacio público. El lenguaje de los medios de comunicación, de las redes sociales, de los responsables públicos, puede contribuir a aumentar el volumen del ruido ambiental, sobre todo en momentos de crisis, o puede apaciguarlo. No se trata de evitar la discrepancia, la controversia, consustancial al carácter plural de nuestras sociedades, sino de expresarla cuidando las palabras que utilizamos.
Este es un déficit que se observa también en el lenguaje político: el adversario convertido en enemigo, no saber administrar las victorias ni encajar las derrotas, la descalificación y el insulto. Se echa en falta, por el contrario, la crítica razonada y la ironía, la salvaguarda de las relaciones personales y del respeto mutuo. Muchos políticos invocan a menudo la tolerancia, pero no lo hacen en el sentido en que la definió el filósofo escocés David Hume, es decir, la virtud para desterrar todo tipo de dogmatismo. La ‘tolerancia’, en la práctica, es lo contrario del respeto: se tolera al otro, al que discrepa, esperando que acabe pensando como nosotros.
El debate democrático no puede construirse desde la descalificación permanente del adversario: se necesitan espacios de encuentro para el diálogo y el acuerdo
Que cada cual le ponga nombres y apellidos. Estos comportamientos en el debate público, cuando se encadena una campaña electoral tras otra, no solo alejan a los ciudadanos de la política, la forma civilizada de resolver los conflictos, sino que contribuyen a alimentar la desafección por la cosa pública y alientan la antipolítica: el populismo de todo signo y bandera, es decir, las respuestas simples a los problemas complejos. Es urgente, empezando por la política, que se destierre el lenguaje agresivo y se recuperen también las ‘caricias de las palabras’.
En una democracia, el debate público no puede construirse desde la descalificación permanente del adversario. Se necesitan espacios de encuentro, consensuales, en los que dejar sitio para el diálogo, la negociación y el acuerdo. En el debate político sucede como en el espacio aéreo: los aviones no pueden despegar cuando las condiciones de vuelo están bajo mínimos. Tampoco la política, la gestión de los asuntos públicos, la salvaguarda del interés general, el respeto del pluralismo y las minorías, pueden desarrollarse cuando el ruido hace imposible que se escuchen las propuestas, el debate contradictorio, de unos y de otros.
La sociedad española dio un ejemplo de civilidad en los tiempos de la pandemia. A buen seguro que, en muchas familias, las ‘caricias de las palabras’ sirvieron para atenuar aquel periodo de encierro y para hacer más llevadera la desaparición de alguno de sus allegados. Los líderes políticos afrontan ahora una profunda crisis de institucionalidad y, para remediarla, deberían empezar por cuidar su lenguaje.
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