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Horario escolar: resultados o conveniencias

Es positivo que el debate sobre ampliar el horario, y hacerlo con actividades académicas o no, se emprenda 

Un grupo de alumnos atienden a los comentarios de su profesora en un instituto de Lleida.

Un grupo de alumnos atienden a los comentarios de su profesora en un instituto de Lleida. / Jordi V. Pou

La consellera d’Educació, Anna Simó, explicó hace unos días que su departamento ha encargado un informe sobre la posible revisión de la jornada intensiva en la ESO al Institut Català d’Avaluació de Polítiques Públiques (Ivàlua). El resultado de este análisis deberá ser la base del debate social, que se deberá producir en otros ámbitos, como el Consell Escolar de Catalunya, de los que más bien se puede esperar que sean la expresión de los intereses particulares de los diversos colectivos que conforman la comunidad escolar. Aunque el proceso de discusión sobre esta fórmula de horario que impera en el 88% de los institutos públicos ya ha empezado, vinculado a otros debates. Las implicaciones de la jornada intensiva son múltiples. Haber retrasado el horario del almuerzo puede no ser la mejor pauta ante diversos trastornos alimentarios o malos hábitos nutritivos. Haber reducido el alcance del servicio de comedor escolar deja a muchos adolescentes sin la única comida completa y equilibrada que sus familias se pueden permitir. Dejar toda la tarde libre a expensas de cuáles son los recursos de cada familia extrema la desigualdad entre quienes disponen de actividades formativas extraescolares y quienes pasan en la calle o ante sus pantallas más horas que en el entorno escolar.

Esta vez, además, se parte del supuesto de que la opinión de los expertos es abrumadora a la hora de señalar la inadaptación a los biorritmos de los adolescentes de empezar las clases temprano. De la misma forma que, si hacemos memoria, cuando se generalizó la jornada intensiva se fundamentó en estudios no menos unánimes que la recomendaban porque, concluían, el máximo rendimiento escolar se producía a primera hora de la mañana, descendía a medida que la jornada avanzaba y era negligible a partir del almuerzo. Aunque no es aventurado concluir que en la decisión tuvo mucho más peso la necesidad, en pleno contexto de recortes durante la gran crisis de las finanzas públicas, de prescindir de la sexta hora en la escuela pública y de aliviar la factura de los comedores escolares, junto con las conveniencias de conciliación del profesorado.

Condicionar una revisión profunda del horario escolar a una transformación general de los usos del tiempo, y defender que no es la escuela la que debe adaptar su organización horaria a las necesidades de las familias, sino todo el conjunto de la actividad económica y comercial, es simplemente una receta para la inacción. Es positivo que el debate sobre ampliar o no el horario, y hacerlo con actividades estrictamente académicas o no, se emprenda. Y también que en esta ocasión se opte por iniciarlo, y condicionar cualquier decisión futura, a partir de conclusiones basadas en evidencias sobre resultados, no en función de intereses corporativos, de decisiones tomadas a priori o de los vaivenes de las tendencias dominantes en el debate pedagógico. De la misma manera que se debería hacer con algunas de las propuestas que van apareciendo vinculadas a esta discusión, como recuperar la sexta hora: ni la revisión de los resultados de aplicarla en su día fueron concluyentes a su favor, ni tampoco puede darse por hecho que el incremento de recursos que requeriría estuviese mejor empleado que con otras estrategias como desdoblamientos o reducciones de los grupos. Para esto debe servir la cultura de la evaluación, no solo (que también) para hacer sonar alarmas como las que resuenan a cada entrega del informe PISA.