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Las guerras se adueñan del futuro

El presidente francés, Emmanuel Macron, durante su intervención en la conferencia en apoyo de Ucrania, este lunes en París.

El presidente francés, Emmanuel Macron, durante su intervención en la conferencia en apoyo de Ucrania, este lunes en París. / GONZALO FUENTES / POOL / EFE

Albert Garrido

Albert Garrido

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Las invocaciones a la paz no dejan de sucederse mientras cada día se deja oír alguna voz que vislumbra en la lejanía la silueta amenazante de la guerra. En esas está el presidente de Francia, Emanuel Macron, que hace veinte meses sostenía que no debía llevarse a Rusia a un callejón sin salida y hoy dice que no hay que excluir el envío de tropas a Ucrania. En esas está, en otro sentido, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, que cree preciso aumentar los recursos militares de Europa e invertir en la operación las ganancias de los fondos rusos congelados por los socios europeos. En algo muy similar andan metidos portavoces de variado color ideológico e influencia que creen factible la victoria ucraniana sin que, por lo demás, acierten a decir cómo es posible que se dé tal triunfo si cuanto se ha hecho hasta ahora no ha dado siquiera para estabilizar el frente en una situación ventajosa para Ucrania.

En otro Armagedón, el de Gaza, no decrece la alarma por las dimensiones de la matanza. Al presidente Joe Biden le pone en un compromiso la minoría árabe o de ascendencia árabe en las primarias de Michigan y oradores esclarecidos en el escenario de la Berlinale ponen el grito en el cielo, pero en seguida aparecen quienes reprochan que no se hable del ataque de Hamás, como si tal fechoría fuera argumento de autoridad suficiente para justificar la que perpetran Binyamin Netanyahu y sus generales. Parece que ni Biden, con un helado en la mano, ni el Gobierno alemán, con la carga pesarosa del Holocausto sobre sus hombros, son capaces de condenar la pestilencia a venganza exterminadora que emana de la carnicería.

Sucede asimismo que Gilad Erdan, embajador de Israel en la ONU, puede llamar aliado al Gobierno de Kiev y comparar la invasión de Rusia con el golpe de mano de Hamás del 7 de octubre sin que nadie se lleve las manos a la cabeza y acuse por lo menos de demagogo al autor de la comparación. Se da el caso, al mismo tiempo, de que el Gobierno de la Autoridad Nacional Palestina presenta la dimisión y es de prever que se abra un paréntesis hasta que Israel emita un nihil obstat sobre el que a no mucho tardar encargará Mahmud Abás a alguien debidamente domesticado. Entre tanto, los gobiernos árabes no sueltan prenda, aunque la salida a todo ello será a no dudarlo aquella que más convenga a Netanyahu, sometido cuanto antecede a una lógica de la guerra que conviene en igual medida a Israel para culminar la limpieza étnica como al núcleo duro de la Liga Árabe para que no se haga con la gobernación palestina alguien que impugne un statu quo emponzoñado desde hace decenios.

Puede decirse que las dos grandes guerras en curso en la vecindad europea se han adueñado del futuro. El rearme es una vez más una herramienta de disuasión, tan llena de riesgos y tan expuesta a exacerbar las crisis, pero tantas veces utilizada en el solar europeo; la naturaleza divisiva de la crisis de Gaza vuelve a hacer de la epopeya palestina el gran desafío moral para una parte cada vez mayor de la opinión pública europea, consternada por la devastación en la Franja. “Israel pierde su mayor activo: la aceptación”, titula Thomas L. Friedman su último artículo en The New York Times; “Rusia extenderá pronto los riesgos a Transnistria”, escribe un editorialista en The Guardian. Es inquietante la proliferación de opiniones de todo signo, como si se hubiese perdido irremisiblemente el rumbo hacia un multilateralismo efectivo que pareció debía seguir al final de la guerra fría y del mundo unipolar soñado por Estados Unidos.

El ruido ensordecedor de las armas hace inaudibles los diagnósticos más solventes. “Nos encontramos en un punto de inflexión en la trayectoria de la guerra. Si bien los ucranianos se mantienen firmes en su lucha, la política disfuncional de Estados Unidos hace que la victoria de Ucrania parezca más difícil de alcanzar que nunca”, advierte Ian Bremmer, bloqueada por la política de baja estofa de los republicanos la ayuda destinada al país invadido. “Ucrania es un test para Europa, es decir, para todos nosotros”, proclama en La Vanguardia la politóloga Carmen Claudín, pero la demora del ingreso en la UE pone tierra de por medio entre las urgencias de Kiev y las reservas a un ingreso exprés, siquiera sea este simbólico (la guerra no permite mucho más). A propósito de Gaza, diferentes analistas muy informados ven allí un factor de desestabilización no solo regional, pero ninguno de los actores con poder y atributos para detener la masacre se activa para lograrlo.

En la invasión de Ucrania y en el aplastamiento de Gaza asistimos a una victoria a gran escala de la indecencia, de la fuerza bruta, de cuanto repudian los sentidos. El único imperativo categórico que conocen los agresores -también los terroristas de Hamás- es atender a sus designios. Michel de Montaigne dejó dicho que “la cobardía es la madre de la crueldad”, y ciertamente hay dosis inconmensurables de cobardía en esas dos guerras en las que los atacantes disponen de una superioridad material apabullante y se aplican en la estrategia de la tierra quemada, del horror sin límites. Como reflexionaba en París hace años Butros Butros Galhi, sentado detrás de su escritorio lleno de papeles, los predicadores del choque de civilizaciones están dispuestos a hacer cuanto sea necesario para que se cumpla su profecía.