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La revuelta del campo

El reto de todas las administraciones es reorientar la política agraria común para ganarse la complicidad activa del campo en la lucha contra el cambio climático

¿Qué pasa con los agricultores en España? Los motivos de las protestas

Decenas de tractores bloquean la entrada al puerto de Tarragona el pasado martes, 13 de febrero.

Decenas de tractores bloquean la entrada al puerto de Tarragona el pasado martes, 13 de febrero. / Enric Fontcuberta

La radiografía del campo nos da una visión poliédrica de la revuelta de los agricultores. Una suma de factores alientan las protestas. Desde los intangibles, ligados a un sentimiento de paulatino abandono y a la percepción de que el mundo rural está pagando los costes de la política contra el cambio climático, hasta los más cuantificables: la competencia desleal de los países terceros no sujetos a las normas fitosanitarias europeas, la burocracia creciente, tanto en la tramitación de las ayudas como en el control de las normativas de la Política Agraria Común (PAC), el efecto distorsionador de la cadena alimentaria y el impacto de la sequía.

Los agricultores y ganaderos, acechados a menudo por el dogmatismo verde, no son solo un factor estratégico, con independencia del peso cuantitativo del sector primario en el PIB, sino que son también los principales cuidadores del territorio. La Catalunya que conocemos, desde los prados del Pirineo hasta los arrozales del delta del Ebro, ha sido moldeada por el mundo rural. La diversidad de cultivos, además, desempeña un papel clave en la lucha contra los incendios forestales. El reto de todas las administraciones es reorientar la política agraria para ganarse la complicidad activa del campo en la política medioambiental.

Desde esta perspectiva, se trata de hacer compatible la defensa de este sector estratégico, preocupado ahora por llegar a final de mes, con los imperativos de la transición energética y el cambio climático, es decir, conjugar y acompasar el interés general –evitar el fin del planeta– con los intereses sectoriales, en este caso de los agricultores. En el vértice de esta política está la reorientación de la PAC: representa ahora un tercio del presupuesto de la Unión Europea, pero la nueva PAC (2023-2027) es percibida más como una política punitiva, con un incremento de normas y de reglamentos, que como una política activa para asociar el mundo rural a los objetivos de la UE en materia de cambio climático.

Así lo ha percibido la Comisión Europea, con las elecciones europeas de junio como telón de fondo. Ante la oleada de protestas, sobre todo de los agricultores franceses, ha anunciado una pausa en la aplicación del aumento de las tierras en barbecho y el ritmo de la reducción de pesticidas hasta 2030. En el plano político, el debate se ha colado en la agenda electoral europea donde la extrema derecha, como es el caso de Marine Le Pen en Francia, intenta alimentar el tópico de los urbanitas contra el mundo rural; tras la inmigración, ahora la agricultura. Se trata de una bandera de conveniencia ante un sector que, pese a sus críticas a la burocracia de Bruselas, sabe que su futuro está ligado al de la UE.

En el caso español, sobre todo en Catalunya, un factor diferencial de la revuelta es el generacional: son los agricultores más jóvenes, que no sufren la brecha digital que afrontan sus progenitores, los que se han rebelado contra unos sindicatos agrarios que dedican sus energías –y buena parte de su financiación– a los servicios que prestan para cumplimentar la tramitación de las subvenciones y el control de las normativas. Esta nueva generación, formada e informatizada, está protagonizando su particular 15M de la agricultura: piden menos ayudas tácticas y más soluciones estratégicas. Todas las administraciones deberían saber leer esta radiografía del campo sin apriorismos ni simplificaciones.