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La palabra genocidio se instala en Gaza

Steiner (de frente) en noviembre del 2007, durante una conferencia en Barcelona.

Steiner (de frente) en noviembre del 2007, durante una conferencia en Barcelona. / Santiago Bartolomé

Albert Garrido

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“Un niño es un niño, viva en los asentamientos de los alrededores o en la misma Gaza, y con dolor y estupefacción es necesario y obligatorio mencionar que, mientras tanto, más de 900 niños fueron asesinados en los bombardeos contra Gaza”, proclama una diputada en el Kneset (Parlamento israelí). Los gritos interrumpen a la interviniente. “¡No hay simetría!”, vocifera la también diputada Merav Ben Ari, del partido Yesh Atid (Hay un futuro). Y remata su intervención con esta frase sobre los menores muertos en el Franja: “Los niños de Gaza se lo han buscado”. Era el 24 de octubre. Dos meses y medio más tarde, los niños muertos se cuentan por miles.

George Steiner, un eminente intelectual judío, escribió en Gramáticas de la creación (2001): “El símbolo de nuestra era es la conservación de un bosquecillo querido por Goethe dentro de un campo de concentración”. La cita la recoge otra cabeza lúcida, Nuccio Ordine, en George Steiner, el huésped incómodo, que acude a esta otra cita de Los libros que nunca he escrito, también de Steiner: “Impotente en lo esencial durante unos dos milenios, el judío en el exilio, en los guetos, en medio de la equívoca tolerancia de las sociedades gentiles, no estaba en situación de perseguir a otros seres humanos. No podía, fuera cual fuese su justa causa, torturar, humillar ni deportar a otros hombres o mujeres”. Y casi a renglón seguido reproduce una de las muchas conclusiones de Steiner: “El Estado [Israel] vive detrás de los muros. Está armado hasta los dientes. Conoce el racismo. En pocas palabras: ha convertido a los judíos en hombres corrientes”.

A Ben Ari y a Steiner los separan océanos de comprensión de la tragedia humana. Sucede lo mismo con los sionistas de salón, “tan despreciables como los compañeros de viaje que alababan a la Unión Soviética, pero tenían mucho cuidado de no poner jamás un pie dentro de sus fronteras” -otra vez Steiner en plena forma-, ocupados en justificar lo injustificable a miles de kilómetros de distancia de donde transcurre la guerra, falta de todo y se perpetra un monstruoso castigo colectivo. Porque el derecho a defenderse no es ilimitado, no es legítimo ejercerlo de forma indiscriminada; es un derecho que limita con el derecho a conservar la vida de los inocentes, de los vulnerables, de los indefensos.

Al principio de la segunda Intifada, hace más de veinte años, oí a un profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén declararse partidario de limitar el área de crisis, y un joven oficial del Ejército abundó en la misma idea: había que evitar que la situación se desbocara. Entonces aún había una cierta influencia de los acuerdos de Oslo (1993) en el pensamiento de una parte no pequeña del establishment israelí; aún se mantenía en diferentes círculos de poder la idea de que el compromiso con la democracia siempre debía quedar a salvo. Tal cosa se ha desvanecido en un reparto de papeles en el Kneset en el que predomina un nacionalismo sin fronteras, un sionismo confesional extremadamente agresivo y sectario y un indisimulado propósito de que sea política y materialmente imposible lograr que la solución de los dos estados vea la luz (Binyamin Netanyahu no se ha cortado un pelo al manifestar que los acuerdos de 1993 fueron un error).

La dimensión de la tragedia de Gaza contribuye decisivamente a alimentar la certidumbre de que entre preservar la democracia o hacer realidad el gran Israel, esa última opción se ha hecho con el santo y seña. Y a la luz de cuanto sucede y de la renuncia de Estados Unidos a detener la matanza -sin duda, podría hacerlo-, la palabra genocidio sobrevuela el campo de batalla. Basta remitirse al contenido de la Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio, aprobada por la ONU el 9 de diciembre de 1948, para, como mínimo, considerar la posibilidad de que el Gobierno de Israel comete tal delito cuando aplica en la Franja de Gaza una estrategia de tierra quemada.

Como muy bien ha explicado Ernesto Ekaizer en EL PERIÓDICO este último miércoles, la fundamentación jurídica de la demanda presentada por Sudáfrica ante el Tribunal Internacional de Justicia (TIJ) es tan sólida como la que el juez Robert J. Jackson presentó en 1945 en el juicio de Nuremberg, donde fue el fiscal principal. La demanda especifica los motivos que llevan a considerar las operaciones en curso en Gaza -y subsidiariamente en Cisjordania- como un caso de genocidio. La movilización diplomática israelí para que los embajadores en cada país reclamen “pública y claramente” el rechazo de “las alegaciones indignas, absurdas e infundadas contra Israel” es señal inequívoca de que la demanda, prospere o no, tenga o no efectos tangibles, ha herido en un costado la imagen internacional, de por sí muy dañada, de quienes se sienten legitimados para proseguir con su arremetida sin cuartel.

No deja de resultar sorprendente que la iniciativa sudafricana sea la única ante el TIJ. Salvo Bélgica, que parece reflexionar sobre una actuación similar, ningún otro país occidental ha considerado ni remotamente la posibilidad de moverse en una dirección parecida; todo se reduce a pedir un alto el fuego humanitario, invocar el derecho internacional humanitario y difundir otras declaraciones por el estilo mientras en la Franja de Gaza no queda piedra sobre piedra y una multitud desvalida se hacina al sur del territorio. Y aun resulta más sorprendente la actitud de los países árabes, tan comedidos en las condenas de una carnicería que desangra a una comunidad árabe, tan poco dispuestos a ir más allá de las declaraciones de rigor, cada vez más convertida la situación en los territorios ocupados en un conflicto solo palestino-israelí.

Diríase que la diputada Ben Ari va ganando, que la sabiduría de Steiner va perdiendo y que la brutalidad de la Realpolitik se impone a consideraciones de orden moral, entre ellas blindar las que atañen a la protección de la cultura democrática, tan ausente de esta crisis. Nada importa demasiado en lo que va de guerra salvo arrasar un territorio extremadamente pobre, hogar de una sociedad exhausta, abandonada a su suerte por la comunidad internacional, enfrascada en discutir cuántos camiones pueden entrar con ayuda por el paso de Rafah mientras no cesan los bombardeos. Una traducción práctica de la frase sin paternidad que desde hace décadas forma parte de la peor cultura política israelí: los límites de Israel están en la punta de sus fusiles. Un olvido sistemático de otra frase célebre, esta con autor conocido, David Ben Gurión, que no fue precisamente un pacifista: “La justicia no puede existir sin el respeto a los derechos humanos”.