El triángulo de las Bermudas de la semana
Primer domingo del año: sobre su mala fama y el ‘Sunday blues’
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Domingo, el primero de los 52 que contiene el año. Un día para levantarse tarde, con la calma que evita carbonizar las tostadas del desayuno. Para leer los periódicos con la delectación del papel. Para quedar con los amigos a la hora del aperitivo. De lo contrario, de atrincherarse en casa, un fondo musical acompaña el minué de la intendencia doméstica. Por el patio de luces se escuchan aspiradoras y el centrifugado frenético de las lavadoras. Hacia el mediodía, comienza a percibirse el cacharreo de ollas, pues se dispone de más tiempo para cocinar. Las mañanas suelen transcurrir plácidas, henchidas de sí mismas.
El problema sobreviene en las tardes del domingo, cuando a veces se apodera de uno, a medida que pasan las horas, una sensación extraña. Letargia. Atontamiento. Una galbana abismal. El gran T. S. Eliot dedicó a la bajona del crepúsculo dominical un poema de juventud: «¡La tarde, la luz y el té! / Niños y gatos en el callejón; / el abatimiento incapaz de amotinarse / contra esta tediosa conspiración!». Ah, el ‘ennui’, la desidia, la congoja esencial del séptimo día. En un ensayo titulado ‘Los espejos del domingo’, Antonio Moreno explica que la primera definición del domingo como ‘topos’ literario se dio en el modernismo, sobre todo entre los poetas simbolistas. El ‘spleen’ de Baudelaire. El vaciamiento espiritual en las sociedades industriales. Ciudades y viviendas inhóspitas, trabajos alienantes. Pobreza.
¿El peor día?
Aunque suene increíble, se han hecho investigaciones y escrito libros sobre el asunto, y parece que el domingo —especialmente la tarde— supera en tristeza al lunes, no tanto porque anticipe el regreso a la rutina de las clases o la oficina, sino porque constituye el único momento de la semana donde tenemos un momento de reflexión. De contemplar lo que devuelve el espejo.
En la adolescencia temprana los domingos por la tarde me mataban. La sintonía del ‘Carrusel Deportivo’ en el transistor de mi padre y el marcador simultáneo incrustaban un torpedo en la línea de flotación. Anís Las Cadenas, de finísimo paladar. Supongo que aquel malestar indefinible se debía en parte al encierro forzoso en casa. Ahora, en cambio, ni el músculo ni la ambición ni el paquistaní de la esquina descansan en domingo.
A veces sintonizo a Isabel Coixet en Radio 3, en el programa ‘Alguien debería prohibir los domingos por la tarde’, de donde he robado el título para la columna. Pincha buena música, habla de pelis, lecturas y viajes; y aunque a ella no le guste, su voz encalma. Lo genial de los pódcast es que puedes escucharlos cuando te venga en gana. En el fondo, cada día contiene una gota de ‘Sunday blues’ al anochecer, cuando adviertes que el tiempo se escurre como el agua por el colador y las quinielas (metafóricas) siguen quedándose en el aire.
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