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Incertidumbres encadenadas en un año hiperelectoral

Bomberos junto a los destrozos de un edificio residencial de la ciudad de Kiev, Ucrania, tras el bombardeo ruso

Bomberos junto a los destrozos de un edificio residencial de la ciudad de Kiev, Ucrania, tras el bombardeo ruso / REUTERS/Valentyn Ogirenko

Albert Garrido

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Una sensación de incertidumbre agravada se ha adueñado de las relaciones entre los estados, de las reglas básicas que las rigen, del desarrollo de los acontecimientos en ámbitos y territorios fundamentales para que se mantenga a salvo una cierta sensación de estabilidad, de futuro previsible. Basta repasar los diez apartados identificados por el Eurasian Group al empezar 2023 como los que mayores riesgos presentarían durante los doce meses siguientes para comprobar que, salvo excepciones, los peligros se mantienen y a ellos debe añadirse la guerra de Gaza, condenada a degenerar en una gran crisis regional si Estados Unidos no consigue neutralizar la incontinencia belicista de Binyamin Netanyahu y sus secuaces de extrema derecha.

Los diez escenarios con riesgos mencionados hace un año fueron estos: el desafío de Rusia, el poder ilimitado del presidente Xi Jinping en China, las armas de disrupción masiva, las ondas de choque de la inflación, el papel de Irán, la crisis energética, el bloqueo del desarrollo global, la división en Estados Unidos, el auge de Tik Tok y el estrés hídrico. Al empezar 2024, la única mejora efectiva es la disminución de las tensiones inflacionistas en Occidente; el resto configura teatros de operaciones estancados o que han empeorado.

Un somero repaso confirma los peores augurios. La guerra crónica en Ucrania es un factor desestabilizador sin desenlace a la vista. Xi enfrenta una crisis económica y de cohesión del Gobierno chino cuya salida no se vislumbra a corto plazo. Poco queda del equilibrio estratégico heredado de la guerra fría. Irán gana peso con la guerra de Gaza y su papel decisivo en el frente de rechazo islamista. La crisis energética se ha convertido en una constante histórica que llena de incógnitas el futuro de las grandes economías importadoras de gas y petróleo. El desarrollo global se antoja cada día más improbable y desequilibrado. La división social en Estados Unidos bordea el paroxismo. Subsisten las sospechas sobre el papel que desempeña Tik Tok en el desarrollo de las redes sociales. Por último, la emergencia climática cumple con todos los pronósticos que advierten de un avance progresivo de la desertización y la sequía.

A todo ello debe añadirse que se celebrarán durante el año elecciones en 70 países -cerca del 50% de la población mundial se personará ante urnas de solvencia y garantía desiguales-, de las que cuatro destacan por encima de las demás: las presidenciales en Rusia y Estados Unidos, la prueba de fuego a la que se someterá Nicolás Maduro en Venezuela, y las que renovarán en junio el Parlamento Europeo. Salvo en el caso de Vladimir Putin, cuya victoria es más que previsible, es arriesgado aventurar un pronóstico en las restantes. En Estados Unidos, porque la competición entre Donald Trump y Joe Biden lo es entre dos modelos incompatibles y, dado el perfil de los candidatos, hay incluso quienes discuten que sean ellos los aspirantes republicano y demócrata habida cuenta las trifulcas de uno de ellos en los tribunales y la edad provecta de su adversario. Es asimismo arriesgado hacer previsiones en Venezuela, donde la oposición negocia en México concurrir a las elecciones con garantías y es imprevisible la repercusión que puede tener en la izquierda latinoamericana una eventual victoria de los adversarios de Maduro. Y no es gratuita la inquietud por lo que puede salir de las urnas en Europa, donde la extrema derecha aspira a romper la entente cordiale de democristianos, socialdemócratas y liberales.

Al concepto y viabilidad del poder blando, enunciado por Joseph Nye en la década de los noventa del siglo XX, le queda poco espacio para influir en la marcha del tiempo si de los cambios políticos que se esperan en el discurrir de 2024 surgen los factores de endurecimiento que ya hoy son visibles. Cuando un editorialista de The Washington Post razona que es preciso un desenlace acordado de la invasión de Ucrania y un cambio radical en el Gobierno de Israel para serenar las relaciones entre bloques no hace más que enumerar las condiciones mínimas para despejar el horizonte. Es sabido y se trata de una realidad dramática que otros muchos conflictos deberían sacudir las conciencias, pero los de Ucrania y Gaza tienen una capacidad desestabilizadora sin igual, especialmente cuando se avizoran cambios en las estructuras de poder de las grandes potencias, cuando escasean las continuidades garantizadas en los sistemas democráticos y cuando están del todo consolidadas en las autocracias y las dictaduras.

Resulta de todo ello una batalla cultural desencadenada por la extrema derecha, los diferentes nacionalismos agresivos y los muñidores de las desigualdades que azotan al ahora llamado Sur global. Hace un año llamó la atención Daniel Innerarity sobre la necesidad de no banalizar la idea de guerra cultural, tan a menudo invocada de forma inapropiada, al mismo tiempo que sostuvo que debería alarmarnos que tal conflicto se concrete contra todo aquello que caracteriza y es propio de la cultura democrática. Ese es finalmente el resumen de todos los riesgos que 2024 hereda de 2023, corregidos y aumentados por la tragedia que devasta la Franja de Gaza desde el 7 de octubre. Es inimaginable que la cultura democrática pueda sobrevivir a envestidas como la del 24 de febrero de 2023 en Ucrania y a la estrategia de tierra quemada seguida por Netanyahu y sus generales. Es harto improbable que subsista si se imponen las enseñanzas de los predicadores de la mano dura, promotores de la utopía reaccionaria, aquella que promete más seguridad a cambio de menos libertad. Pero son esos voceros los que cada día disponen de más tribunas y más auditorios dispuestos a escucharlos.