El mejor regalo de Reyes es el 'Quijote'

Los clásicos son como radios: da igual cuándo y dónde las compres, porque siempre sintonizarán con la lengua y las preocupaciones de la época y el lugar de destino

Una figura humana del Quijote de la Mancha, en la Rambla de Barcelona.

Una figura humana del Quijote de la Mancha, en la Rambla de Barcelona. / LAURA GUERRERO

Miqui Otero

Miqui Otero

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El regalo perfecto no exis… Vuelvo a empezar: el regalo perfecto es el Quijote.

El Quijote se parece mucho a esos juguetes que en la caja incluyen la horquilla de edad a la que están destinados: “de 0 a 99 años”. "Los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran”, se dice en el capítulo 3 de la segunda parte. Si, en cambio, eres de los que traman presentes según el carácter, podemos leer en el prólogo que está pensada para que “el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie ni el prudente deje de alabarla”.

Los clásicos son como radios: da igual cuándo y dónde las compres, porque siempre sintonizarán con la lengua y las preocupaciones de la época y el lugar de destino. Una radio de los años cincuenta anunciará un pase de Lamine Yamal, otra matanza en Gaza, una semana más de sequía en Catalunya. Del mismo modo, en el Quijote solo llueve una vez, justo antes de la desternillante aventura del yelmo. Y en el episodio de los galeotes, el caballero libera a unos pequeños delincuentes condenados: “No está bien que unos hombres se hagan verdugos de otros hombres”, dice, y tú lo puedes pensar si abres hoy un periódico. 

No se defiende el Quijote como el mejor libro de la historia (aunque lo es: la piedra de Rosetta de todo lo reseñable que ha sucedido en la literatura desde su publicación), sino como una forma de ver el mundo y de habitar la época que te ha caído en desgracia. Siempre he visto al caballero como alguien que va por ahí con un tenedor en un mundo donde solo se sirve sopa (pero quizá el error sea que ese mundo no ofrezca a todos comida sólida). 

Unos pensarán que el caballero era “desfacedor de agravios, enderezador de entuertos, asombro de los gigantes” y otros que tenía “vacíos los aposentos de la cabeza”. Pero el caso es que Don Quijote, loco y lúcido, no solo es “el azote de los malos”, sino el “imitador de los buenos”. Y eso lo entiende hasta un niño y lo debería comprender sobre todo un adulto poderoso.

Mi edición del Quijote, con letras doradas, es de 1990. Pensaba que nos la habían regalado en una de esas charlas que Planeta ofrecía para vender enciclopedias a cambio de un regalo (un reloj luminoso o la edición de un clásico) y que fueron como ir a misa en mi familia (hasta me endomingaban para la ocasión). Pero veo que es de la editorial Edicomunicación, así que es más probable que llegara a casa a través de Círculo de Lectores, con esos comerciales más alucinantes que los pajes mágicos.

Sé que la leí a trozos, hasta que, a los 17, la descubrí entera. Entendí por qué nos reímos con pena de alguien que pisa una piel de plátano, intuí la belleza violenta que bruñe la desgracia del humilde y la virtud en la locura desinteresada y también por qué me emocionaba tanto cuando un colega, al que yo veía tristísimo, intentaba sacarle hierro al asunto y contar un chiste. 

No recuerdo con precisión, digo, cómo llegó el libro a casa, salvo que lo hizo en enero. Quiero pensar que fueron los Reyes. Y sé qué edición pediría para cualquier ser querido: la de Blackie Books, en su colección Clásicos liberados, con QR que llevan la obra más allá de la página, con fotonovelas, con aportaciones de Bowie o Borges o Vallejo, que la acercan, en fin, a cualquier persona entre 0 y 99 años. Una edición que rema, de forma respetuosa y vigorosa, con rigor de catedrático o ebanista y con curiosidad desprejuiciada de párvulo o de poeta, a favor de que por fin los niños la manoseen, los mozos la lean, los hombres y las mujeres la entiendan y los viejos y viejas la celebren. El mejor regalo para los que han logrado aprender lo que decía Cervantes: “Con poco me contento, aunque deseo mucho”.

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