Fútbol infantil
Agnès Marquès

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Periodista

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Fiebre en la grada

Los gritos de los padres en los partidos de sus hijos son una lamentable correa de transmisión de presión y mal rollo

Niños jugando al fútbol en Pont de Marina, Barcelona

Niños jugando al fútbol en Pont de Marina, Barcelona / Manu Mitru

La vida de pueblo es así: vas al mercado del sábado a comprar olivas y acabas en la grada del campo de fútbol municipal viendo un partido en el que juega un amigo del cole de tu hija. También está la nieta de los del bar del pueblo haciendo de canguro de otros niños. Porque ya se ha hecho mayor, como tú, aunque tú no te has dado cuenta.

Mientras descubres con asombro el interés repentino de tu hija de siete años por el fútbol, intercambias algunas palabras con los padres de su compañero de clase, se marcan goles, se pitan faltas. Se grita y algunos pierden los papeles.

Muchos lectores sabrán de lo que les hablo, porque son millares los sacrificados padres que sábado o domingo, llueva, haga frío o calor se desplazan bien temprano para acompañar a sus hijos a competir. Futbol, voley, hockey, balonmano. Lo que sea. Siempre hay alguien que grita

El día que sólo iba a por olivas y acabé en la grada de un partido de niños de siete años, tres mujeres habían perdido el control. Gritaban sin cesar el nombre de dos niños. Me costó identificarlos porque los gritos no correspondían con quien tenía el balón. Chutara quien chutara, las mujeres gritaban los mismos nombres. Descubrí al final que uno de ellos tenía nulo interés en el partido. Si la pelota pasaba cerca alguna vez metía la pierna a ver qué, pero interés cero por mucho que gritara esa mujer que, ahí ya es deducción, era su madre. El otro era más protagonista y pensé que la presión debía caerle peor cada vez que chutaba desviado o le robaban el balón. Quizá el pasotismo del primero era un tan solo un escudo. Un escudo necesario.

Porque esos gritos son una lamentable correa de transmisión de presión y mal rollo. No me dí cuenta: había abierto el recipiente de olivas y me las estaba comiendo como si fueran pipas. Sus gritos también habían despertado repentinamente mi interés por aquél partido y mi afiliación con el equipo contrario al de aquellos dos pobres críos. El mal rollo se estaba apoderando de la grada a medida que pasaban los minutos bajo aquellos gritos agudos e incesantes. Cuántos otros padres reprimieron las ganas de pedirles que se callaran no lo sé, sé que hay muchos que lamentablemente se enfrentan y protagonizan escenas penosas cada fin de semana, pero yo tuve suficiente, me sentí muy incomodada por lo que despertaban en mí y el ejemplo que daban. Cerré el recipiente medio vacío de olivas y nos fuimos para casa.

Hay padres a los que no se les puede sacar de casa.

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