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Israel cruza todas las líneas rojas

El primer ministro israelí Netanyahu visita la Franja de Gaza

El primer ministro israelí Netanyahu visita la Franja de Gaza / Avi Ohayon / Reuters

Albert Garrido

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Algo de profundamente inhumano y nauseabundo se ha adueñado de la guerra de Gaza más allá de toda previsión. La deshumanización del adversario llevada a cabo por el Gobierno israelí, el sionismo confesional y la extrema derecha, en la práctica un inextricable totum revolutum, más los resortes de propaganda manejados durante décadas para hacer imposible la solución de los dos estados, confieren al conflicto la condición de desafío moral a escala planetaria en igual medida a como lo es la invasión de Rusia en Ucrania y lo han sido en el pasado y en el presente otras muchas crisis.

A partir del momento en el que trece de los quince integrantes del Consejo de Seguridad de la ONU votaron a favor de una resolución que reclama un alto el fuego humanitario en la Franja, otro se abstuvo, el Reino Unido, y solo Estados Unidos votó en contra y vetó su aprobación no es exagerado decir que la Casa Blanca ha dado carta blanca a Binyamin Netanyahu para que prolongue las operaciones sine die. Después de que el martes una abrumadora mayoría de la Asamblea General de la ONU aprobó una resolución que reclama un alto el fuego inmediato en Gaza, el clamor para detener la matanza es una exigencia universal. Hay, sin duda, votos oportunistas en ambas instancias -singularmente, el de Rusia-, pero el resultado de la votación es también la foto fija del estupor internacional por cuanto sucede en Gaza.

Desde el ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre, que para la propaganda israelí no ha sido suficientemente condenado o lo ha sido de forma reticente y con reservas, la línea argumental desarrollado por Netanyahu, sus ministros y los portavoces militares se ha degradado día tras día. Primero fue la evacuación forzada de la población del norte de Gaza en dirección sur, después fue la destrucción planificada de la capital del territorio, más adelante se extendió la represalia a Cisjordania, simultáneamente ganó terreno la batalla de los hospitales y de las escuelas, más adelante se fantaseó con hallazgos de armas en los túneles, luego las operaciones se extendieron al sur -Jan Yunis, un escenario apocalíptico-, cada vez más hacinada una multitud de dos millones de personas sin disponer de lo más esencial. Es poco decir que el drama se agravó.

Edgar Morin lo ha dicho con su acostumbrada sobriedad: “La dominación de Israel sobre los palestinos no tiene justificación”. Es decir, la pretensión del primer ministro israelí de mantener el control sobre la Franja es una posición indefendible; la impugnación de los acuerdos de Oslo -los califica de error-, que prevén la creación de dos estados, es asimismo indefendible, cuenta con el respaldo de la comunidad internacional, incluidos los aliados principales de Israel, y es la única alternativa a la guerra permanente, la limpieza étnica o la simple implantación de un régimen de apartheid, como ya se da ahora en buena medida en Cisjordania. Porque tan defendible es el derecho de Israel a existir como el derecho de los palestinos a disponer de un Estado propio que les garantice su seguridad. La frase “un pueblo sin tierra para una tierra sin pueblo”, acuñada por Israel Zangwill a principios del siglo XX, era un sinsentido hace más de cien años y hoy es un insulto a la inteligencia.

Las jaculatorias del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y de su secretario de Estado, Antony Blinken, en reclamación de contención y mesura a Binyamin Netanyahu suenan como pies forzados en situaciones de emergencia, pero sin mayor trascendencia o propósito, porque tras ellos no hay voluntad de cambiar de forma radical el desarrollo de los acontecimientos en el campo de batalla. Algo que, en la práctica, refuerza a los autores del castigo colectivo en curso; una pauta de conducta que consolida la creencia del Gobierno israelí de que está a salvo de reproches y puede presentar cualquier impugnación de sus planes como fruto del antisemitismo. Una salida de pata de banco de efecto inmediato en una sociedad que mantiene lógica y humanamente vivo el recuerdo del Holocausto y que, simultáneamente, sigue siendo una comunidad militarizada como acaso no haya otra.

El profesor Bernard Haykel, de la Universidad de Princeton, sostiene que si el objetivo israelí es expulsar a Egipto y otros países árabes los desplazados palestinos en la frontera de Rafah, serán desastrosas las consecuencias en la estabilidad y la seguridad de Oriente Próximo. Y va más allá: el desenlace negociado de la guerra, que debe incluir el encargo a la Autoridad Nacional Palestina de administrar la Franja, puede ser la ocasión de desactivar Hamás y neutralizar lo que denomina “cínico proyecto” de Irán de sembrar el caos en la región. Pero para que tal cosa suceda, subraya el análisis, es indispensable que se acuerde un alto el fuego con garantías.

La argumentación de Haykel no difiere de la que comparten otras muchas voces en Estados Unidos, las que concluyen que la lógica de la venganza y la limpieza étnica no solo es inasumible, sino que suma efectivos al banderín de enganche de Hamás entre una juventud condenada a no tener futuro. Una parte cada vez mayor del Partido Demócrata entiende que Biden se ha extralimitado en su compresión con Israel, que a once meses de las elecciones debe atender a la opinión pública de los aliados y a las voces cada vez más críticas con su apoyo a Netanyahu sin condiciones expresas que limiten el parte de daños, eviten la muerte de civiles -más de 18.000, el 60%, mujeres y niños- y supongan la gobernanza en Gaza de la Autoridad Palestina cuando callen las armas.

Han pasado los días en los que la invocación del derecho a defenderse era suficiente para justificar los excesos del Ejército israelí. La desmesura es de tal calibre, la destrucción y la muerte son tan inconmensurables que cada día que pasa suma más y más razones para el descrédito de quienes consienten la masacre. Ni el derecho internacional humanitario ni las leyes de la guerra han sido nunca normas especialmente respetadas, pero después de más de dos meses de bombardeos de saturación, destrucción sistemática de la trama urbana y de los servicios esenciales, del sometimiento a la arbitrariedad del ocupante de una población indefensa, es preciso invocarlas. A la luz de tales derechos, la barbarie posterior al 7 de octubre compite en méritos con el ominoso golpe de mano de Hamás aquel día.