Cumbre del clima climático

Iluminar la tempestad: no podemos renunciar a Dubái

Protejámonos frente la decepción para garantizarnos la capacidad de seguir trabajando

Por qué la cumbre del clima se celebra en Dubái, capital del petróleo

Sultan Al Jaber, el directivo del petróleo que presidirá la cumbre del clima de Dubái

Un hombre camina frente al recinto que acoge la cumbre del clima de Dubái (COP28).

Un hombre camina frente al recinto que acoge la cumbre del clima de Dubái (COP28). / Hollie Adams/Bloomberg

Andreu Escrivà

Andreu Escrivà

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Seguir las cumbres del clima es un deporte de riesgo; la amenaza de caer a un pozo de desesperanza es cierta y tangible. La COP28, que se celebra en Dubái, no es ninguna excepción.

A pocos días de su inicio nos hemos enterado de cómo Emiratos Árabes Unidos pretendía utilizar la conferencia sobre el clima para cerrar acuerdos petrolíferos con otros países; es difícil pensar en una carta de presentación más desalentadora que esta, si bien tampoco supuso una sorpresa. Aun así, hay quien fervorosamente aboga en contra de renunciar a la cumbre y a lo que en esta se puede llegar a acordar, aduciendo que, si aceptamos la derrota de anticipo, los malos -las petroleras, los lobis fósiles, los retardistas y los negacionistas- habrán ganado. No los falta razón. Si claudicamos, ¿qué nos queda? Por mucho que la historia de las COP que empieza en 1995, transcurra paralela a la del aumento de emisiones de dióxido de carbono (también al incremento de su concentración a la atmósfera y al calentamiento planetario), son la mejor herramienta de que disponemos hoy en día. No hay alternativa real al multilateralismo, y las que se proponen ahora son variantes de un muy peligroso y profundamente injusto “sálvese quién pueda”, al cual solo puede jugar el Norte Global. No es el camino.

Como cada año, además, la cumbre del clima carga con el lastre de un simbolismo que es casi irrelevante en aquello numérico pero trascendental en la vertiente emocional y psicológica. Ver como decenas de miles de personas cogen aviones (algunos, privados) para ir a una conferencia en medio de un petroestado es algo que no incita ni al optimismo ni a la esperanza. Sin embargo, las emisiones derivadas de estas cumbres son una parte pequeñísima e infinitesimal del total anual. El problema no son estas toneladas de dióxido de carbono que se abocarán a la atmósfera los próximos días desde los aeropuertos y desde Dubái, sino que no sirvan para cambiar el rumbo de catástrofe planetaria que la ONU, activistas de todo el mundo y toda la evidencia científica nos recuerdan periódicamente. Es entonces cuando no tienen justificación posible.

Esta COP no cristalizará en un nuevo Acuerdo de París, como algunos desean o se atreven a pronosticar. Es muy posible que tiempo de las cumbres que marquen antes y uno después ya haya pasado; el crédito social, científico y político habrá que volver a ganárselo despacio. No se tiene que esperar ninguna ruptura drástica con la inercia de un multilateralismo esclerótico y parcialmente fosilizado, pero sí que tendremos que continuar exigiendo que no se renuncie al futuro, que se empuje por allá donde se pueda. Protejámonos frente la decepción para garantizarnos la capacidad de seguir trabajando. Deshagámonos de las vendas en los ojos, pero también del impulso de hundir nosotros misma el barco. Y, como cada año, recordamos que el calentamiento global ni empieza ni acaba con las COP: después de la conclusión quedará el mismo trabajo a hacer, o quizás todavía más. Cruzarnos de brazos es un lujo que no nos podemos permitir.

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