Menores y tecnología

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La escuela del móvil

Más que un lugar de exclusión, los centros educativos han de ser el espacio de formación sobre su uso

El movimiento 'Adolescencia sin móvil' se extiende por España: "Que el niño sin teléfono no sea el raro de la clase"

Reportaje sobre el uso de los menores y los móviles.

Reportaje sobre el uso de los menores y los móviles. / David Castro

El uso del móvil en la escuela, con posiciones polarizadas que van de la prohibición en los recintos educativos a la defensa de su utilización como instrumento pedagógico, se ha convertido en uno de los grandes temas de debate de este curso. Es llamativo que se centre aquí la polémica aún más que en su utilización en el ámbito familiar y en los momentos de ocio, que en cambio probablemente suman muchas más horas de uso, y comportamientos más preocupantes. Pero resulta más fácil acotar la discusión a un espacio controlado, en el que basta con predicar que el profesorado debe fijar normas, que pedir una reflexión a las familias sobre un uso responsable. Igual que resulta más cómodo buscar en las pantallas las culpas de fenómenos que nos preocupan (violencia sexual, pérdida de capacidades de comprensión oral, trastornos alimentarios y estéticos...), en lugar de buscar las causas de fondo que llevan tanto a estos problemas como al uso adictivo de las nuevas tecnologías.

El debate ha llegado al extremo de que en Catalunya va a ser objeto de en esta misma semana de discusiones monográficas en el Consejo Escolar Municipal de Barcelona, de una comparecencia de la consellera d’Educació en el Parlament y, la semana próxima, de un pleno extraordinario del Consell Escolar de Catalunya. Mientras, grupos de familias organizadas en grupos de Whatsapp y Telegram (las redes ofrecen, también, medios adecuados para socializar y organizarse) se han movilizado para conjurarse en retrasar el acceso al móvil, generalizado ahora a los 12 años. En EL PERIÓDICO hemos dado voz estos días a psicólogos y pedagogos que reflejan las distintas posturas existentes. Que no son en absoluto unánimes.

Hemos creado un estado de opinión en que tras la imagen de un adolescente mirando una pantalla tememos lo peor (quizá porque no preguntamos qué está haciendo). Puede estar leyendo, comunicándose con sus amigos, quedando para salir, mirando un vídeo, avisando a su familia, usando una calculadora, creando un contenido divertido que compartir, avisando a sus padres de dónde está, poniendo en común una duda de una tarea escolar, escuchando música... acciones que en formato físico o utilizando diversos dispositivos, no solo ese gran embudo de actividad y atención que es el teléfono móvil, no suscitarían ninguna inquietud, al contrario. Es cierto que tener todo esto y mucho más en la palma de la mano facilita la distracción y la dispersión. El saltar de una cosa a otra, no ser capaz de digerir discursos complejos. Que da acceso a contenidos no adecuados a una edad en que la personalidad no está formada, a contenidos creados para crear un consumo adictivo y contagiar tendencias, que pueden alimentar actitudes machistas o incrementar la presión social y estética sobre el adolescente.

¿Qué hacer? Una pregunta a responder, primero, en la familia. Hay mucho donde trabajar: fijar edades para cada tipo de consumo y espacios y momentos de desconexión, recomendar unos usos y disuadir de otros, ofrecer alternativas. Es curiosamente en la escuela donde se plantea el discurso de la prohibición. Justo el espacio donde se puede trabajar el uso responsable, fijar límites y reglas y ofrecer, también, recursos a unas familias confusas y desorientadas. No convertir la escuela en espacio libre de móvil, sino de educación en el uso del móvil.