Análisis

Emergencia paralizada

El movimiento por el clima es más consciente de sí mismo y a la vez sigue costándole permear y llegar a la sociedad

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Andreu Escrivà

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Hace ya más de cuatro años que las declaraciones de emergencia climática empezaron a sucederse en todo el mundo. Nos encontrábamos inmersos en un ciclo de movilizaciones sin precedentes, gracias a la perseverancia y las llamadas a la acción de un personaje tan carismático como Greta Thunberg, Extinction Rebellion, Fridays for Future y multitud de otros grupos y movimientos ecologistas.

'Emergencia climática' sustituyó a 'cambio climático' con el fin de incidir en la urgencia de la acción y en el poco tiempo del que disponíamos –¡y disponemos!– para un viraje radical en el rumbo planetario, a raíz del estancamiento posterior al Acuerdo de París: a la euforia le siguió la decepción y luego, el enfado, la rabia. Por fin disponíamos de un compromiso que recogía la realidad constatada por la ciencia, pero no parecíamos querer hacer nada para aplicarlo.

En este contexto, el Govern de la Generalitat declaró la emergencia climática el 14 de mayo de 2019; Barcelona y el Gobierno de España lo hicieron en enero de 2020, cuando estaba ya fraguándose otra emergencia, la sanitaria. Esta contraposición entre ambas emergencias, con la acción rápida y contundente frente al covid-19 y la mera declaración de intenciones en lo que respectaba al cambio climático, fue lo que evidenció la vacuidad de muchas de las proclamas emitidas en aquella época.

"Pido que no se banalice la emergencia climática y se dote de presupuesto", reclamaba en junio de 2019 la que fue 'consellera' de Agricultura y Medio Ambiente durante el primer Consell del Botànic, Elena Cebrián. Porque las palabras son necesarias, pero a una emergencia, si se la considera como tal, se le destinan los recursos suficientes. Presupuesto. Y también espacio público y la centralidad de un debate político profundo, no solo un protagonismo fugaz ante negacionistas de la ciencia o en la cartelería electoral.

En 2023 nos hallamos en un lugar muy distinto de donde estábamos en 2019. El movimiento por el clima es más consciente de sí mismo y a la vez sigue costándole permear y llegar a la sociedad, incluso con sopa de tomate manchando un cristal en un museo. La ciencia es clara, absolutamente incuestionable y, a pesar de ello –o quizás por ello–, agónica y desesperada. Hemos consumido ya más de un tercio de una década crucial al ritmo de emisiones crecientes y temperaturas propias de una distopía de ciencia ficción, y 2030 se acerca a pasos acelerados. Hemos comprobado qué es una emergencia y qué no lo es, y solo contamos con unos pocos ejemplos de lo que se ha hecho bien, como es el caso de Barcelona, que realizó una campaña coherente y sólida para explicar el porqué de la declaración, y lo más importante: se puso manos a la obra, pese a carencias y errores. 

No quedan ya giros de guion lingüísticos ni alarmas léxicas por explorar. Solo mirarnos al espejo y entender que esta emergencia también nos hace enfermar y morir. Que va de nuestra salud y nuestro futuro. De seguir respirando en un mundo humano, vivo y habitable.

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