Archipiélago desbordado

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Crisis migratoria en Canarias

La devolución de los migrantes solo es aceptable si se garantiza su seguridad en los países en origen

La violencia política y el mar en calma empujan a los cayucos hacia Canarias

Uno de los cayucos que arribó estos días a la isla de El Hierro.

Uno de los cayucos que arribó estos días a la isla de El Hierro. / GELMERT FINOL

La incesante llegada de pateras y cayucos a Canarias durante los últimos meses se traduce en un problema inasumible por el archipiélago, que no está en condiciones de hacerse cargo de un número de inmigrantes siempre en aumento. El riesgo de que las islas se conviertan en la Lampedusa española ahí está, aunque muchas veces no perciba la opinión pública de la Península las dimensiones del problema. La silenciosa y esforzada gestión de los desembarcos y las condiciones favorables en el Atlántico, que permiten travesías relativamente menos peligrosas que en otros momentos, explica que la situación no haya tenido muchas veces la repercusión debida. Pero solo en lo que va de octubre suman 5.000 los inmigrantes llegados a puertos canarios, una cifra más allá de toda previsión.

Lo cierto es que en islas como El Hierro –11.000 habitantes, 268 kilómetros cuadrados– han crecido las dimensiones del problema hasta requerir medios de los que no dispone. El simple control sanitario y alojamiento de los recién llegados desbordan por completo sus capacidades; en el resto del archipiélago la situación es parecida. La reubicación de migrantes en territorio canario ha dado de sí todo lo que podía dar y el realismo obliga a concluir que el flujo de subsaharianos rumbo a Canarias no cesará, según los datos que maneja la Guardia Civil, presente en Senegal y algún otro país. La inestabilidad política en Senegal, con la oposición sometida a persecución, y la situación en los países del sur del Sahel obligan a buscar alternativas para una gestión ordenada del problema, respetuosa con los derechos humanos. Las diferencias entre los gobiernos español y el canario complica alcanzar tal objetivo.

El desplazamiento y realojo en la Península de una parte de los recién llegados y la devolución de otra parte de los migrantes a su país de origen, una vez hayan sido documentados, sea conocida su situación personal y esté garantizada su seguridad en los países de origen son dos medidas posibles. Pero la aplicación de esta última plantea serias dudas si el Gobierno, que parece considerarla factible para final de mes, no es capaz de asegurar que la operación no será sin más un dispositivo de devoluciones en caliente. Y la lentitud en la tramitación de las peticiones de asilo –solo se aceptan el 16% de las solicitadas cada año– impide que pueda contribuir a regularizar la situación de parte de los migrantes.

Confiar en que cabe escalar el problema a Bruselas y aguardar una solución colectiva europea es exactamente lo contrario del realismo necesario. No solo Polonia y Hungría se oponen al reparto de cuotas y a otras fórmulas sensatas para que no sean únicamente los países del sur de la UE los que tengan que pechar con el problema, y en consecuencia no hay ninguna perspectiva de actuación unitaria a corto plazo por más que Ursula von der Leyen dijese en Lampedusa que «la migración necesita una respuesta europea». Por el contrario, mirarse en el espejo de los errores cometidos en el Mediterráneo oriental y central, y aún en el goteo de pateras que llegan al sur de España, permite sacar conclusiones provechosas sobre cómo se debe actuar para no causar más daño a quienes cruzan el mar para huir de las guerras, la represión y la pobreza.