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Odio, pobreza y desesperanza en la guerra de Gaza

Daños materiales tras un bombardeo de Israel contra la sede del Banco Nacional en Ciudad de Gaza, en la Franja de Gaza.

Daños materiales tras un bombardeo de Israel contra la sede del Banco Nacional en Ciudad de Gaza, en la Franja de Gaza. / DPA

Albert Garrido

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“Estamos en lucha por nuestras vidas”, escribe el profesor Eliot A. Cohen, de la Universidad John Hopkins, en el mensual estadounidense The Atlantic. “¿Cuánto más deben sufrir los niños de Gaza?”, se pregunta en The New York Times el director de la Unión de Centros Culturales en Palestina, Fadi Abu Shammalah. “Lo más importante ahora es establecer la unidad de la nación”, proclama el primer ministro de Israel, Binyamin Netanyahu. “Estados Unidos nunca dejará de apoyar a Israel”, asegura el secretario de Estado, Anthony Blinken, desplazado al teatro de operaciones. El presidente de Irán, Ebrahim Raisí, y el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salman, recién reconciliados por China, alzan la voz para adelantar que “los crímenes del Gobierno israelí provocarán destrucción e inseguridad para el propio Estado judío y sus aliados”. Y así, uno tras otro, el cruce de lamentos y amenazas siembra la confusión, el temor a que crezcan sin freno las dimensiones de la tragedia y el oportunismo político dé facilidades a la siembra de cadáveres.

Desde que el 7 de octubre se puso en marcha la máquina de la guerra mediante el ataque terrorista de Hamás en suelo israelí, todas las aproximaciones a la realidad se han visto lastradas por el sinfín de apriorismos imaginables después de más de un siglo de crisis encadenadas, de guerras y degollinas de toda índole, del Holocausto en Europa, de la destrucción de 600 pueblos y de la expulsión de sus hogares de un mínimo de 700.000 palestinos en 1948, de las cinco acometidas de Israel contra Gaza desde que Ariel Sharon evacuó la Franja en 2005. Seis guerras árabe-israelíes, el trabajoso acuerdo de Oslo, de resultados raquíticos, la extensión de los asentamientos israelís en Cisjordania -más de 600.000 colonos- y la brega de la extrema derecha en el Gobierno de Netanyahu para consolidar un solo Estado con ciudadanos de primera y de segunda -eso fue bautizado como apartheid en Sudáfrica-, todo eso es combustible suficiente para que el odio mueva los hilos de la tragedia.

Súmese a ello el auge de los fundamentalismos religiosos -el islamismo rampante y el sionismo confesional- y no hacen falta más ingredientes para que prenda la mecha. No hay duda de que la acción decidida por Hamás tiene que ver con la estrategia de Irán en la región, con la aceleración del proceso para que Israel y Arabia Saudí intercambien embajadores, con la condena a la miseria más absoluta del día a día gazatí. Pero aún hay materiales que añadir. No se puede olvidar que Hamás ganó en Gaza las elecciones de 2006, que la Autoridad Palestina es un compendio de desprestigio, ineficacia y venalidad, que cuando una comunidad ha perdido toda esperanza puede ser llevada fácilmente por la peor senda, que tales excitativos son inseparables de la situación actual. Como ha declarado Ami Aylon, exjefe del Shin Bet, el servicio secreto interior de Israel, “tendremos seguridad cuando ellos tengan esperanza”, un bien escaso por no decir inexistente en la historia palestina de los últimos decenios.

Durante un coloquio celebrado hace unos años sobre la situación en Oriente Próximo, el periodista Miguel Ángel Bastenier afirmó que cuanta más opresión israelí, más Hamás; cuanta menos opresión, menos Hamás. Vivir en un entorno con todas las carencias habidas y por haber, donde la destrucción es visible en todas partes, justifica tal apreciación. Desde luego, no todos los gazatís forman detrás de las banderas de Hamás, pero muchos sí lo hacen porque todo en cuanto confiaron alguna vez resultó ser un fraude político. De igual manera, no todos los cisjordanos están dispuestos a atenerse a los designios de Hamás, pero cada pogromo de los colonos en un enclave palestino, cada represalia cumplida por el Ejército de Israel descuenta seguidores en apoyo de la herencia unitaria que fue durante décadas la OLP.

En lo esencial se han confirmado las advertencias hechas por Edward W. Said y atendidas por muy pocos integrantes del establishment palestino sobre la trampa para osos que eran los acuerdos de Oslo. Quizá podían haber llegado a buen puerto a partir del momento en que se creó la Autoridad Nacional Palestina, pero tres décadas después el futuro de los palestinos depende en todo de Israel sin intermediario con deseos de atemperar tal situación. Los países árabes hicieron una propuesta razonable, la última verdaderamente unitaria, cuando en 2002 ofrecieron la paz y el reconocimiento a Israel a cambio de territorios. Era la solución de los dos estados, con la nueva Palestina compuesta por Cisjordania y Gaza, con todos los atributos de soberanía. Tal propuesta duerme desde entonces el sueño de los justos porque nunca Israel quiso siquiera entreabrir una puerta para el acuerdo.

Incluso con todos esos datos sobre la mesa, es una grosera simplificación decir que nada en la guerra de Gaza es especialmente nuevo. Porque el golpe de mano de Hamás, la matanza en suelo de Israel y la captura de rehenes nunca antes se dio; porque nunca antes fue tan penosa la situación en la Franja, obligada a sobrevivir gracias a la ayuda internacional y sometida a las arbitrariedades de Israel para disponer de servicios esenciales como los suministros de agua y electricidad. Esa mezcla de pobreza extrema sin remedio y de cerco exterior confiere al presente la textura asfixiante de una atmósfera emponzoñada por el odio, presagio de la masacre que se avizora sin que, quienes serán sus víctimas, puedan escapar de la ratonera de Gaza o confiar en que alguien detenga la máquina de la guerra, neutralice a Hamás, solo a Hamás, y ponga los cimientos de un acuerdo que serene los espíritus. Ese es la vieja tragedia de Gaza.