Caleidoscopio

Picasso en París

Aunque antes de instalarse en París Picasso vivió en diversos lugares de España que le influenciaron como persona y como pintor, la capital francesa es la ciudad picassiana por excelencia y eso se puede percibir en la celebración del 50 aniversario de su muerte

Pablo Picasso.

Pablo Picasso.

Julio Llamazares

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Aunque antes de instalarse en París Picasso vivió en diversos lugares de España que le influenciaron como persona y como pintor (recuérdese su estancia en Horta de Sant Joan, en Tarragona, o su periodo barcelonés, donde empezó a explotar creativamente) y desde París se fuera, ya en su madurez vital, en busca de la luz de la Costa Azul francesa que tanto le recordaba a su Málaga natal, la capital francesa es la ciudad picassiana por excelencia y ello se percibe apenas uno pone el pie en ella y más en este año en el que se le recuerda con todo tipo de actos y exposiciones con ocasión de cumplirse los 50 años de su fallecimiento.

En los organizados por el Instituto Cervantes español coinciden estos días una serie de especialistas en el pintor malagueño que diseccionan para el público parisino la vida y obra de quien fuera uno de sus vecinos más ilustres, tanto que en Francia lo consideran suyo aun sabiendo su origen y nacionalidad españoles, de los que Picasso jamás renegó, al revés, pese a que nunca quisiera regresar en vida a su país para no avalar con su presencia una dictadura que se instauró por la fuerza en España cuando él ya vivía fuera. Razón por la que Picasso siempre se consideró a sí mismo un exiliado, recibiendo después de muerto ese reconocimiento oficial que se vino a sumar a otros muchos que España le debía por múltiples razones, entre otras la de haber dado un nombre y una imagen a su tragedia: Guernica.

Entre las reivindicaciones que del pintor se están haciendo estos días hay una que a mí me interesa particularmente y es la de su faceta de escritor, eclipsada casi completamente por su torrencialidad pictórica pero que me atrevería a decir, si no tan interesante, sí a la altura de su genio, ese genio indiscutible para todos y que tanto se está celebrando y reconociendo en este año de celebraciones a pesar de que nunca haya dejado de hacerse desde que se convirtiera en el artista más determinante e influyente del siglo XX.

Que el pintor por excelencia de ese siglo, el hombre que revolucionó la pintura como antes de él hicieran otros pintores, sea también conocido por sus escritos, poemas en muchos casos, aporta una perspectiva nueva a su cada vez más controvertida figura tanto por sus manifestaciones públicas (su amor a la tauromaquia, etc.) como por su privada vida, llena de contradicciones. Que a un artista se le juzgue por su obra no quita para que también se haga por su comportamiento sin que ello suponga desmerecer a aquella y a eso puede ayudar, en el caso de Picasso y en todos, la lectura de sus escritos, máxime cuando él mismo manifestó para sorpresa de sus millones de admiradores como pintor que no era más que «un poeta descarriado».

Ese poeta descarriado cuyas palabras se escuchan estos días en París en la voz de sus biógrafos parece haber regresado a la ciudad del Sena con un otoño que, como en toda Europa, viene a su cita con cierto retraso pero que se advierte ya, más que en los árboles, en la atmósfera, esa atmósfera que Picasso tantas veces imaginó un gran lienzo y que pintó una y otra vez con palabras a falta de soporte para sus colores. Sobre todo cuando regresaba a España con la memoria, esa que nunca le abandonó hasta el final para su desgracia: «Ya no pintaré más la flecha que se mira en la gota de agua que tiembla en la mañana cuando silba en el viento la hora escrita que el columpio se lleva con su risa». Y luego: «Ya no puedo más de este milagro que es el no saber nada en este mundo y no haber aprendido nada sino a querer las cosas y comérmelas vivas».