BLOGLOBAL

Crisis institucional en Estados Unidos

El 'speaker' de la Cámara de Representantes de EEUU, Kevin McCarthy, a su llegada al Congreso este martes.

El 'speaker' de la Cámara de Representantes de EEUU, Kevin McCarthy, a su llegada al Congreso este martes. / SHAWN THEW / EFE

Albert Garrido

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

La guerra civil en el seno del Partido Republicano adquirió el martes carta de naturaleza con la destitución del presidente de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, provocada por la ultraderecha más radical de la formación. Se concretó así la crisis institucional deseada por la facción conservadora más afecta al expresidente Donald Trump, que persigue una victoria sin paliativos frente al sector relativamente más moderado en una situación que, en el ámbito estrictamente legal, nadie sabe a ciencia cierto cómo es posible resolver. Es la primera vez en la historia de Estados Unidos en que la tercera autoridad del país pierde su puesto, animada, además, la operación por diputados de su propio partido solo nueve meses después de haberlo elegido.

Por si alguna duda quedaba de que la campaña electoral para la elección presidencial de 2024 funciona a toda máquina desde noviembre de 2022, cuando a los republicanos le fueron bastante mal las cosas en las legislativas de mitad de mandato -derrota en el Senado y victoria por escaso margen en la Cámara de Representantes-, el paso dado por los ultras es definitivo. De hecho, las condiciones en que fue elegido McCarthy presagiaron desde el primer día su debilidad extrema después de prodigarse en concesiones a los ultraconservadores para ocupar el cargo. A partir del momento en que la suma de 207 votos demócratas más ocho republicanos decidieron la expulsión del presidente de la Cámara se consumó una crisis que se abrió cuando el pasado fin de semana salió adelante una prórroga del presupuesto de 45 días, hasta el 17 de noviembre, que evitó in extremis el llamado cierre del Gobierno, algo a lo que aspiraba el trumpismo más desabrido.

En esa confluencia de votos que le costaron el puesto a McCarthy pesó enormemente el procedimiento de impeachment contra Joe Biden iniciado por los republicanos y apoyado por el speaker, pero también el deseo del Partido Demócrata de hacer más visible que nunca la división en casa de sus adversarios. “Algún día tenían que hacerlo”, dijo un veterano asesor del partido, que como muchos de la facción más liberal de los demócratas cree que es preciso llegar a noviembre del próximo año con la competencia manifiesta entre facciones enfrentadas en el bando republicano.

Varios reputados profesores van más allá a preguntas de The Washington Post. Daniel Ziblatt, de la Universidad de Harvard, alerta sobre el riesgo que corre la democracia: “Así es cómo se ve la democracia cuando tiene problemas”. Laura Blessing, de la Universidad de Georgetown, abunda en la idea: “Esta es una medida para fomentar la volatilidad y no una medida para aprobar legislación”. Estos académicos y otros se refieren a la capacidad de una minoría de dejar la Cámara sin rumbo, a la posibilidad cierta de que la movilización de un núcleo hiperactivo instale una sensación permanente de crisis e inoperancia.

Que tal estrategia fructifique en resultados está por ver, pero no está de más recordar que en 2016 y en 2020 Donald Trump tuvo menos votos populares que sus oponentes, y lo que en el primer caso no le impidió ser presidente, en el segundo frustró la reelección. Dos datos que lleva al entorno de Trump a considerar indispensable el triunfo claro en votos populares. Pero para ello es preciso desactivar a los núcleos de resistencia interna en el seno del republicanismo, aquellos que creen que la desnaturalización del partido lo lleva directamente no solo a la división permanente, sino también a la derrota electoral. Lo cierto es que hay bastantes ejemplos de sonoros fracasos en la historia de los dos grandes partidos a causa de la fractura interna, etiquetada con frecuencia como crisis social.

Lo que en última instancia persigue el ala ultra republicana es contrarrestar el efecto pernicioso que para Trump tienen sus repetidas visitas a los juzgados y una eventual sentencia condenatoria durante la campaña del próximo año por una causa de las causas abiertas. Ni que decir tiene que el grueso del electorado del expresidente es de una probada fidelidad, pero un candidato bajo condena puede desalentar a quienes, aun siendo republicanos, pueden decantarse por dar el voto a Joe Biden o pueden decidir quedarse en casa. Con toda seguridad serán una exigua minoría quienes pueden sentirse tentados a tomar uno de esos dos caminos, pero puede ser asimismo suficiente para decantar la suerte de la elección.

En un artículo publicado en The New York Times por Paul Krugman, el nobel de Economía llama a Donald Trump el “defraudador en jefe”, el falseador de cuentas, algo que le lleva a pensar que Estados Unidos debería realizar un examen de conciencia colectivo ante la facilidad con que millones de ciudadanos dejan que les engañen sin poner en duda la catadura moral del defraudador. En todo ello hay una señal inequívoca de división, de enfrentamiento social sin apaciguamiento a la vista, harta cada mitad del país de la otra mitad, en la que no se reconoce, en la que encuentra todos los motivos imaginables para despreciarla y combatirla. Un riesgo para la solidez de la democracia porque en ese ambiente de permanente hostilidad se diluyen los más viejos y sólidos valores compartidos.

En una breve historia de los presidentes de Estados Unidos publicada hace medio siglo se subraya el hecho de que varios de ellos lograron que las críticas que se les hacían fuesen habitualmente respetuosas y documentadas. Esa cortesía, sobrevenida por el respeto institucional a una figura con un enorme poder ejecutivo, se ha desvanecido. Quizá empezó a esfumarse a raíz del escandalo Watergate, o fueron quizá las condiciones en que George W. Bush logró la elección en 2000 -el esperpéntico recuento en Florida- las que lo propiciaron, o acaso la presidencia de Barack Obama fue la gota que colmó el vaso de la América profunda, tan arraigada en ella la creencia en una sociedad ideal, blanca, anglosajona y protestante, o fue, a saber, la prédica del Tea Party, unida al dinamismo neocon y al auge anarcocapitalista. Casi todo ha conspirado para que los sucesos en la Cámara de Representantes hayan minado el equilibrio de poderes que, con todos los retoques posteriores que se quiera, previeron los padres fundadores hace bastante más de dos siglos. Son muchas y trascendentales las preguntas sin respuesta derivadas de tal incertidumbre.