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Josep Maria Fonalleras
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Hijo de aquel septiembre

No viví la intensidad del golpe contra el Gobierno de Allende y sus consecuencias de inmediato, pero fue entonces cuando me nació la conciencia política

Salvador Allende

Salvador Allende

Soy de la generación que vivió el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Exagero un poco, claro. Entonces, tenía apenas 14 años y cursaba el bachillerato, y es muy probable que las informaciones que recibí del 'putsch' de Pinochet fueran similares a las que tuvo a mano la mayoría de la población y que se pueden resumir en el titular del 'ABC' del día siguiente: "Cae Allende".

La prosa del franquismo hablaba de "caos creciente" y de "la amenaza de una dictadura marxista", y defendía "una misión quirúrgica de urgencia" para volver al "normal ejercicio de la democracia". No fue hasta más tarde cuando me di cuenta de la magnitud de la noticia. No sabría concretar la fecha, pero todo ocurrió entre ese septiembre del 73 y los inicios del curso 74-75, cuando ya estaba en COU.

No viví la intensidad del golpe y sus consecuencias de inmediato, pero fue entonces cuando nació una conciencia política, un magma en el que cabían, mezclados, convulsos, con la excitación de la adolescencia, los panfletos de Marta Harnecker sobre marxismo, las canciones de Quilapayún y de Víctor Jara, las cinco dramáticas alocuciones radiofónicas del presidente derrocado, las fotos de Allende con un subfusil en la mano, con casco y americana, atravesando una puerta del Palacio de la Moneda, los relatos escalofriantes de la represión, la gente que conocí más tarde y que en septiembre estaban en Chile, la figura del sacerdote Joan Alsina, amigo de amigos, que llevaba a Chile en el corazón (escribió un libro con este título) y que fue asesinado en un puente de Santiago en los inicios de la represión, los detalles de esos días amargos.

Todo esto se concretó en un trabajo para la clase de Historia (en COU) sobre el ascenso al poder por la vía democrática del primer Gobierno marxista de la historia. No fue ninguna maravilla, lo reconozco, y comprobé que mi camino no era ni el de la historia ni el de la política. Pero me sirvió tanto para concretar con datos la mitología del imaginario revolucionario como para saber que nada era tan sencillo, eufórico o nítido como creía.

Me hice mayor al comprobar que detrás de las proclamas siempre hay caminos tortuosos y trastornos previsibles. Y, al mismo tiempo, hijo de aquellos días, también pensé que un día u otro –"mucho más temprano que tarde"– el hombre libre acabaría caminando por las grandes alamedas abiertas de nuevo. Ingenuo, también desencantado y demasiado racional, resulta que, a veces, todavía estoy donde estaba.

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