Espejo de papel
Juan Cruz

Juan Cruz

Periodista y escritor. Adjunto al presidente de Prensa Ibérica.

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Almudena: qué hay en un nombre

Daba gusto encontrársela, en cualquier parte, porque primero te recibían sus ojos, que eran alegres, y luego te recibían sus manos, que abrazaban como Dios

García Montero homenajea a Almudena Grandes en México

El Gobierno pondrá el nombre de Almudena Grandes a la estación del AVE de Atocha

La escritora Almudena Grandes.

La escritora Almudena Grandes. / Jose Luis Roca

Cuando conocí a Almudena Grandes ella era una chica de Madrid que acababa de ganar el premio La Sonrisa Vertical. No alardeaba de nada, ni de ese premio, ni de nada. Se reía en las noches entonces sobresaltadas de Madrid, en los bares y en las tabernas. Su voz era la que más sonaba de todas, como su risa, y se reía sobre todo de sí misma o de la vanidad de los otros, pues ella había nacido para no sobresalir sino para escuchar. Y para ayudar a escuchar, y eso era entonces (y lo es ahora) tan raro en los de su oficio que escucharla referirse a sí misma tendría que ser porque había perdido algo, un libro que quizá llevaba su firma e iba consigo para regalarlo.

Era, pues, una mujer alegre y humilde a la que en seguida le vino la alegría del triunfo. Por sus libros. La llamaban de todas partes y a todas partes iba, sin decir cuánto (cuánto le pagaban o, incluso, si le pagaban el tren o los aviones). Sin decir cuánto, en ese sentido, se pasó su vida, y quien escribe es testigo y beneficiario de su generosidad. Fue a todas las ferias a las que fue llamada, cuando no era aún tan famosa o requerida y luego, cuando ya era la escritora más popular de este universo que combina egos, mala leche y gente como ella.

En ese largo trayecto por las sedes de los festejos literarios y por las librerías fue tan generosa como en la vida misma. Era, en su casa, la que compartió con su marido, el también escritor Luis García Montero, la anfitriona de todo el mundo; como aquel Kim de la India de Rudyard Kipling, era la amiga universal. En este universo de dimes y diretes y de rencillas que duran más allá del recuerdo de por qué fue que nos enfadamos, siempre era la que arreglaba las desamistades, de modo que su presencia, estuviera o no estuviera con sus amigos o con los amigos de sus amigos, era siempre un sedante, un himno a la alegría. Y daba gusto encontrársela, en cualquier parte, porque primero te recibían sus ojos, que eran alegres, y luego te recibían sus manos, que abrazaban como Dios, sin pedir nada a cambio.

A lo largo de los meses que duró la parte final de su adiós tuvo tiempo, y ánimo, para interesarse por otros, primero, y luego para enviar ánimo a quienes se lo deseaban. Todos los días, a todas horas, siempre que recibía un aliento, ella lo respondía duplicado, de modo que dejaba en ti la sensación de que habías exagerado tu interés ya que ella parecía la saludable Almudena de aquellas noches. Hasta que un día el mundo, nuestro mundo, el mundo inmenso que ella había creado entre lectores innumerables y de amigos en todas partes, recibió el silencio final, el llanto que luego fue homenaje, aplauso, amor por Almudena, por sus libros. En todos los rincones de este país, y de los países que cultivó fuera, en América Latina, sobre todo, hubo homenajes a su escritura, a su risa, a su manera de abrazar, al delirio con el que siempre celebraba la relación con otros.

Esa desaparición fue un vacío que cada cual, seres, ciudades, bibliotecas o pueblos, compañeros, editores o libreros, llenó a su manera. Sus libros siguen donde estuvieron, multiplicándose en las bibliotecas, en manos de quienes los piden prestados, y se leen en las playas y en los trenes. De pronto la geografía de España, y no tan solo este país, fue acogiendo el nombre de Almudena, de Almudena Grandes, con la gratitud que ella mereció. Su generosidad era inmensa, y la respuesta a esa pasión por los demás tuvo su merecido altar civil en tantos sitios.

Fue muy diversa esa respuesta sin fin al trabajo literario, histórico y moral de Almudena Grandes, la escritora, la ciudadana. Atocha le puso su nombre a la estación más transitada de este país; yo estaba allí, casualmente, cuando se inauguró y, en letras grandes, fluorescentes, vi el nombre de esta mujer que caminaba como si ya hubiera vuelto. Fue una extraña sensación. Cuando se mueren las personas que queremos parece que van a estar siempre, que te las vas a encontrar en las esquinas, en las fotos de tu cartera, en los trenes, en las guaguas, en los bochinches…

Y ahora estaba allí Almudena, dándote la bienvenida en sus trenes. Y, naturalmente, entró a formar parte de otro encuentro, acaso el más saludable que ella hubiera podido soñar como escritora: le dieron su nombre a bibliotecas que seguramente ya les habían rendido antes la alegría de tenerla en sus estanterías, con su nombre y sus libros. Y en las librerías era una benefactora total, universal, no hubo nadie tan generosa como ella. Lo apuesto.

Entre esas bibliotecas hubo una, hay una todavía, que se abrió con gozo con el nombre de Almudena Grandes en la tierra de uno de los amigos que ella tuvo en vida, y al que ella y todos amamos como si amáramos también el lugar en el que nació: Logroño. Da rabia decir que ahora esa unión Almudena-Azcona-Logroño que tanta alegría repartiría entre los personajes, y la tierra que une a esos nombres propios, ha sido segada como del rayo por la nueva política española que ha abierto paso a brutales cancelaciones.

Esta vez le tocó al Partido Popular cercenar de la Biblioteca Almudena Grandes precisamente el nombre de Almudena Grandes. Como si le hubiera dado una bofetada a los libros y a la autora de los libros que han ayudado a entender cómo fue que este país rompió amarras con la esperanza republicana y, y luego, de golpe, golpe a golpe, con la libertad de pensar y de decir.

Que no es nombre de la región, han dicho los que consideran que España acaba donde ellos pisan, o donde pisan los nombres que parecen de fuera. Almudena es como Azcona o como Aldecoa o como Carmiña Martín Gaite o como Manuel Rivas o como Miguel de Unamuno o como Ana María Matute o como José Saramago o como Jorge Luis Borges o como Rosalía de Castro, de aquí, de allí, de donde sean su corazón y sus libros. ¿Cómo no va a ser pertinente que, igual que los trenes y las escuelas, igual que la alegría o que los hospitales, una biblioteca grande de Logroño debe llevar el nombre grande, inolvidable como su risa y su escritura, de Almudena Grandes?

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