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La Vuelta, un signo de normalidad

Las reticencias al modelo Barcelona heredado del 92 hizo perder oportunidades  

Penúltima etapa de la Vuelta a España

Penúltima etapa de la Vuelta a España / Javier Lizon

La ciudad de Barcelona acogerá este fin de semana las dos primeras etapas de la Vuelta a España, rematadas el domingo con un espectacular ascenso a la montaña olímpica de Montjuïc. La apuesta por atraer este evento deportivo no es un hecho aislado, sino que forma de una estrategia compartida desde el Ayuntamiento, las entidades deportivas y el sector turístico de la ciudad, reactivada en el anterior mandato municipal.

La Barcelona olímpica de 1992 dejó un legado de instalaciones deportivas de primer nivel y un paisaje urbano idóneos para captar la organización de grandes acontecimientos deportivos, con el impulso que suponen a un subsector muy específico y rentable del mercado turístico. Sin embargo, durante un periodo concreto, el primer mandato de Ada Colau, esta dejó de ser una prioridad. La voluntad de revisar críticamente el modelo Barcelona heredado del 92, las reticencias ante la expansión del turismo en la ciudad y el recelo ante las actividades que pudieran considerarse como promotoras de una ciudad-escaparate pusieron un freno a esta forma de promoción de la economía y la imagen exterior de la ciudad. Una renuncia innecesaria como ya se reconoció en un segundo mandato, en que factores como el contundente impacto de la pandemia o el nuevo equilibro en el interior de la coalición de gobierno municipal llevó a revisar determinadas posiciones. Esa síntesis que llevó a reactivar la promoción turística de la ciudad, a revalorizar el papel de la hostelería en el espacio urbano o, también, a asumir la necesidad de mantener el atractivo que aportan a la ciudad grandes eventos musicales o deportivos, intentando hacer compatible todo ello con los intereses y necesidades de la ciudad. Este trabajo ha empezado a dar frutos con la captación de la Copa América o el inicio de la Vuelta 2023 y aspira a tener continuidad con el Tour de Francia, los mundiales de atletismo, la Final Four de la Euroliga de baloncesto o los Mundiales de Fútbol de 2030.

Pero la programación de grandes eventos deportivos no ha tenido en los últimos años como único obstáculo el debate sobre el modelo de ciudad. Durante los momentos álgidos del ‘procés’, pero también en los años previos, competir por atraer un evento con el apelativo de español hubiese resultado anatema. Y en determinados momentos, susceptible de generar episodios de tensión que nada hubiesen tenido que ver con actos de protesta o de visibilización de la opción independentista como los que legítimamente puedan producirse durante esta fin de semana. Tampoco ese contexto era el más cómodo para sentarse a la mesa a negociar la organización de competiciones que involucrasen a otros territorios, como se demostró con las tensiones que envolvieron (más allá de las dudas sobre la sostenibilidad de la iniciativa) la candidatura a los Juegos Olímpicos de Invierno. 

Sin necesidad de convertir eventos como la gran fiesta ciclista que vivirá Barcelona en un estandarte con determinadas connotaciones, sí debería celebrarse como un síntoma de un retorno a la normalidad en la convivencia. Como lo fue que el fin de semana pasada sí se pudiera acoger, en un recinto público, la emisión del partido que llevó a la victoria de la selección en la final de los Mundiales de fútbol femenino.