Catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona.
Jordi Nieva-Fenoll
Catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona.
Los estados no son patrimonio de nadie
La tierra es de todos, y que establezcamos sistemas de administración para garantizar los servicios y bienestar de la población no debería llevarnos a pensar que el país del que somos originarios es nuestro huerto
Los Estados son una ficción. Simbolizan habitualmente una idea de pertenencia a una comunidad más o menos homogénea culturalmente hablando, aunque siempre con ese sustrato de similitud de costumbres, tradiciones y sentido de lo que es justo. Sin embargo, en la realidad son solamente zonas militares que se han conseguido defender con mayor o menor acierto en el pasado. Habitualmente, la defensa de esas zonas era encomendada a un soberano, razón por la cual los territorios bajo su poder se consideraban parte de su patrimonio. De hecho, los repartían entre sus descendientes a voluntad creando nuevas entidades territoriales, algunas de las cuales aún perduran de esa época sucesoria.
Esa visión patrimonial se mantuvo durante muchísimo tiempo. De hecho, buena parte de nuestras tensiones territoriales actuales provienen directamente de esa visión que reduce los países a parcelas. De esa manera, los países defienden sus lindes como pueden y, pese a los esfuerzos políticos para que se respete la integridad de los estados, no se logran evitar guerras como la de Ucrania.
No habría que olvidar que, como recuerdan los primatólogos, el territorio es uno de los principales motivos de desencuentro entre chimpancés, aunque sin un auténtico valor de riqueza natural del terreno, que es el que suele acompañar a nuestras guerras. Pero, precisamente, constatar que en esto nos parecemos tantísimo a un simio, tal vez debería llevar a disuadir a muchas personas de discutir, insisto que de modo patrimonial, sobre los territorios. Y tal vez evolucionar hacia una lógica en la que el dueño de un territorio no sea ya quien consiga defenderlo de agresiones exteriores, sino quien pacíficamente more en él. La tierra no es de nadie, sino de todos, y que establezcamos sistemas de administración para garantizar los servicios y bienestar de la población -eso es un Estado-, no debería llevarnos a pensar que el país del que somos originarios es nuestro huerto.
Sin embargo, la visión patrimonial es mayoritaria. La defienden con agresiva vehemencia los que hablan de “romper España”, como si un país fuera un territorio inmutable. Una parcela, insisto. El mismo juicio merecen quienes reclaman territorios porque en el pasado su antiguo soberano poseyó también esas tierras, o moraron allí personas de su cultura o hablan su misma lengua. Todo es fruto de esa visión patrimonial, que no entiende que un Estado no es más que una organización administrativa, y no un terreno sagrado. De hecho, vincular la religión a la tierra no es más que otro modo -especialmente burdo- de mantener esa visión patrimonial.
Otro método consiste en defender la integridad territorial de los estados como un valor en sí mismo, desvinculado de lo único que sería realmente importante: que los territorios no sufran agresiones externas. Con la misma intención solo patrimonial se evocan con nostalgia algunos 'imperios'. Y es que siempre que alguien defiende un 'imperio', lo hace con memoria selectiva. En Europa son populares el imperio romano o griego, y no precisamente tanto el persa o el otomano. Qué decir del imperio ruso, en estos momentos… Y es que, cuando se alaba la memoria de esos imperios, se piensa sobre todo en la propia cultura, o bien en un imperio lejano que nunca agredió al territorio propio. Cuesta representarse que, en estos momentos, en Europa podríamos estar hablando mayoritariamente dialectos del persa antiguo, y no del latín. Los imperios no fueron jamás entidades democráticas, por mucho que algunos dieran más libertad de gestión a sus territorios. Cuando se evocan sus glorias pasadas no se piensa en términos de libertad, sino de una imposición cultural con la que se simpatiza de un modo u otro.
Tal vez sería ya hora de pensar en los estados como estructuras que deben ser intrínsecamente democráticas, sin que se conviertan jamás en cárceles de pueblos. Ninguna población de ningún territorio, por pequeño que sea, debe pertenecer forzosamente a ningún Estado. Todo debería depender de la capacidad de autosuficiencia y de la calidad democrática. Con esas bases sería más sencillo crear estados más grandes con poblaciones voluntariamente adheridas. Es decir, con poblaciones satisfechas.
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