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Un dilema ante las quemas del Corán

Suecia y Dinamarca estudian cómo prohibir las quemas del Corán entre protestas del mundo islámico

Iraquíes protestan en Bagdad tras la quema del Corán en Estocolmo Bagdad (Iraq)

Iraquíes protestan en Bagdad tras la quema del Corán en Estocolmo Bagdad (Iraq) / EFE/EPA/AHMED JALIL

Los Gobiernos sueco y danés se han mostrado dispuestos a estudiar la posibilidad de prohibir o dificultar las quemas públicas del Corán, como las que en los últimos días han suscitado diversas réplicas en el mundo islámico. Desde amenazas diplomáticas y comerciales hasta llamamientos del líder supremo de Irán a aplicar «el máximo castigo» a los responsables, una expresión que diversos precedentes convierten en inquietante.

Las actuaciones planificadas como provocaciones ante embajadas, mezquitas o sinagogas, coincidiendo con festividades religiosas, comunicadas públicamente, autorizadas y protegidas por las fuerzas policiales, han sido amparadas por las garantías que protegen el derecho a la libertad de expresión. Es este un valor que ha costado siglos conquistar, del que las sociedades que se han dotado de regímenes políticos democráticos de derecho y laicos pueden sentirse orgullosas y obligadas a defender ante las distintas amenazas que pesan sobre él. Pero complica notablemente qué actitud tomar ante esta polémica el hecho de que sus autores no sean, precisamente, defensores impolutos de las libertades, sino que en sus motivaciones estén presentes expresiones de odio y una voluntad nada disimulada de provocar una reacción perfectamente previsible. Es evidente que muchas de estas actuaciones han estado claramente al servicio de las estrategias de tensión intercomunitaria de la extrema derecha. Y parecen fundamentadas también las sospechas de que, en algunos casos, respondan a intereses de servicios de inteligencia extranjeros, como el ruso, deseosos de complicar las relaciones diplomáticas de algunos países (como por ejemplo las de Suecia con Turquía, que tiene la llave de su ingreso en la OTAN). 

Una acción profundamente ofensiva para los sentimientos religiosos de millones de personas, en este caso los creyentes musulmanes, no es un acto banal. Y puede ser criticada, como han hecho los gobiernos de los dos países escandinavos ahora en el foco de la polémica. Mucho menos evidente es llegar a plantear su prohibición, y sobre todo si el único motivo es la voluntad de evitar represalias. 

Sin embargo, y especialmente tras la regulación de los delitos de odio en la mayor parte de los sistemas penales de los países europeos, es legítimo preguntarse si actuaciones de este tipo, en tanto que se planteen explícitamente como muestras de rechazo a un colectivo, y no a una creencia o símbolo, son susceptibles de reproche penal. Y si, cuando se desarrollan de forma que planteen un peligro objetivo para la seguridad pública, son susceptibles de ser restringidas (como de hecho lo están siendo ya: sus promotores las programan como actos individuales para no poder ser tratados como desórdenes públicos). Pero el ejercicio de un derecho fundamental reconocido entre los valores nucleares de la Unión Europea solo puede ser limitado, y de forma extremadamente escrupulosa, cuando entra en conflicto con otros derechos no menos fundamentales. Entre ellos no está el de no sentirse ofendido por las críticas a las propias creencias. Categorizar como delitos las blasfemias o la ofensa a los sentimientos religiosos corresponde a unos tiempos que hemos superado. Y en algunos países en plena deriva autoritaria, incluso dentro de la UE, estamos empezando a vislumbrar cuáles son los peligros de cuestionar los valores más elementales de la democracia liberal.